La Fanfarlo - Relato de Charles Baudelaire
Samuel Cramer, que en otros tiempos había firmado bajo el nombre de Manuela
de Monteverde varias locuras románticas —en los buenos tiempos del
Romanticismo—, es el producto contradictorio entre un pálido alemán y una
chilena mulata. Añada a este doble origen una educación francesa y una cultura
literaria, y quedará usted menos sorprendido —ya que no satisfecho y edificado—
de las complicadas rarezas de este carácter. Samuel tiene la frente pura y
noble, los ojos brillantes como gotas de café, la nariz grosera y burlona, los
labios impúdicos y sensuales, el mentón cuadrado y déspota, y la cabellera
pretenciosamente rafaelesca. Es a la vez un gran holgazán, un triste ambicioso
y un ilustre infeliz; ya que en toda su vida no ha tenido más que ideas a medias.
El sol de la pereza que resplandece sin cesar en su interior, vaporiza y
consume aquella mitad de genio con que el cielo lo ha dotado. Entre todos los
medio-grandes hombres que he conocido en esta terrible vida parisina, Samuel
fue, más que cualquier otro, el hombre de las bellas obras fallidas; criatura
fantástica y enfermiza, cuya poesía brilla más en su persona que en sus obras,
y que, hacia la una de la mañana, entre el resplandor de un fuego de carbón y
el tic-tac de un reloj, se me muestra como el dios de la impotencia, dios
moderno y hermafrodita, ¡impotencia tan colosal y enorme que toma dimensiones
épicas!
¿Cómo mostrarles y hacerles ver con claridad el interior de esta tenebrosa
naturaleza, plagada de vivos destellos, perezosa y emprendedora al mismo
tiempo, fecunda en difíciles designios y en risibles fracasos; espíritu en el
que la paradoja toma a menudo proporciones de ingenuidad, y cuya imaginación
era tan basta como la soledad y la pereza absolutas? Uno de los defectos más
naturales en Samuel era el considerarse igual a aquellos que admiraba; después
de la apasionante lectura de un hermoso libro, su conclusión involuntaria era:
«¡Esto es tan bello, que podría ser mío!». Y de ahí a pensar: «Es por lo tanto,
mío…», no hay más que un paso.
En el mundo actual, esta clase de carácter es mucho más frecuente de lo que
se piensa; las calles, los paseos públicos, los cafés y todos los refugios de
los paseantes pululan de seres de esta especie. Éstos se sienten tan bien con
el nuevo modelo, que no están lejos de creerse sus inventores. Hoy les vemos
penosamente descifrando las páginas místicas de Plotino o de Porfirio; mañana
admirarán cómo Crevillon hijo ha expresado el lado frívolo y francés de su
carácter. Ayer se entretenían familiarmente con Jerónimo Cardan; ahora veles
aquí jugando con Sterne, o entregándose con Rabelais a todos los excesos de la
hipérbole. Y son de hecho tan felices con cada una de sus metamorfosis, que no
les desagrada ni un poco ninguno de los grandes genios que se les adelantaron
en la estima de la posteridad. ¡Ingenua y respetable insolencia! Así era el
pobre Samuel…
Hombre honesto de nacimiento y un poco sinvergüenza por pasatiempo,
comediante por temperamento, representaba para sí mismo incomparables tragedias
a puertas cerradas o, mejor dicho, tragicomedias. Ni bien se sentía rozado o
acariciado por la alegría, teniendo que asegurarse primero de ello, nuestro
hombre ensayaba risas y carcajadas. Ni bien algún recuerdo hacía que una
lágrima se dibujara en el borde de sus ojos, él corría al espejo a verse
llorar. Si alguna mujer, en un acceso de celos brutal y pueril, le hacía un
arañazo con una aguja o una pequeña navaja, Samuel se ufanaba de haber recibido
una cuchillada; y cuando debía miserables veinte mil francos, exclamaba
alegremente:
—¡Que triste y lamentable es la suerte de un genio acosado por un millón de
deudas!
Mas dicho sea de paso, guárdense de creer que él fuera incapaz de
experimentar sentimientos verdaderos, o que la pasión no hiciera más que rozar
su epidermis. Habría vendido hasta su camisa por un hombre a quien a penas
conociera y al cual, tras la inspección de su mano y su frente el día anterior,
habría declarado su amigo íntimo. Llevaba en las cosas del espíritu y del alma
la ociosa contemplación de las naturalezas germanas; en las de la pasión, el
ardor inconstante y fugaz de su madre; y en la práctica de la vida, todos los
defectos de la vanidad francesa. Se hubiese batido a duelo por un autor o un
artista muerto dos siglos antes. Tal como había sido devoto con furor, era
ahora ateo con pasión. Era a la vez todos los artistas que había estudiado y
todos los libros que había leído y, sin embargo, a pesar de esta facultad común
en los comediantes, seguía siendo profundamente original. Era siempre el tierno,
el caprichoso, el perezoso, el terrible, el sabiondo, el ignorante, el
desaliñado, el coqueto Samuel Cramer, la romántica Manuela de Monteverde.
Enloquecía por un amigo como por una mujer, amaba a una mujer como a un
compañero. Poseía la lógica de todos los buenos sentimientos y la ciencia de
todas las astucias y, sin embargo, jamás había logrado nada, ya que creía
demasiado en lo imposible. ¿Qué tenía él de sorprendente? Siempre estaba
tratando de concebir eso.
Una tarde, Samuel tuvo deseos de salir; el clima estaba agradable y
perfumado. Tenía, según su gusto natural por los excesos, hábitos de reclusión
y disipación tan violentos como prolongados, y desde hacía ya mucho tiempo que
permanecía fiel a su vivienda. La pereza maternal y la holgazanería criolla que
recorrían sus venas le impedían padecer el desorden de su recámara, de su ropa
y de sus cabellos excesivamente sucios y enmarañados. Se peinó, se aseó y, unos
minutos después, supo recobrar el porte y el aplomo de aquellas personas para
quienes la elegancia es cosa de todos los días; luego abrió la ventana. Un día
cálido y dorado se precipitó entonces en la polvorienta habitación. Samuel se
admiró al ver cómo la primavera se había encendido tanto en tan pocos días, y
sin siquiera anunciarse. Un cálido aire impregnado de dulces aromas penetró su
nariz, del cual una parte subió hasta su cerebro, llenándolo de ensueño y
deseo, y la otra le removió libertinamente el corazón, el estómago y el hígado.
Apagó resueltamente dos velas, de las cuales una aún palpitaba sobre un volumen
de Swedenborg, mientras la otra se extinguía sobre uno de esos vergonzosos
libros cuya lectura no es provechosa sino para aquellos espíritus poseídos por
un inmoderado gusta por la verdad.
Desde lo alto de su soledad, atestada de papeles, pavimentada de libros y
poblada de sueños, Samuel a menudo veía pasearse, en una calleja de Luxemburgo,
una silueta y una figura que él había amado en provincias —a la edad en que se
ama al amor—. Sus rasgos, aunque maduros y ensanchados por los años de
práctica, tenían la gracia profunda y decente de la mujer honesta; en el fondo
de sus ojos brillaba todavía, en pequeños intervalos, la húmeda fantasía de una
joven muchacha. Iba y venía habitualmente acompañada por una elegante criada,
cuyo rostro y aspecto delataba más bien a la confidente y dama de compañía que
a la sirvienta. Parecía buscar los lugares más solitarios, y tristemente se
sentaba con actitud de viuda, teniendo a veces entre sus distraídas manos un
libro que fingía leer.
Samuel la había conocido en los alrededores de Lyon, joven, alerta,
traviesa y más delgada. A fuerza de observarla y, por así decirlo, de
reconocerla; había desempolvado de su imaginación uno a uno todos los recuerdos
interesantes referentes a ella. Se contaba a sí mismo, detalle a detalle, toda
esa historia de juventud que, desde entonces, se había perdido entre las
preocupaciones de su vida y el dédalo de sus pasiones.
Aquella tarde él la saludó, pero con mucho cuidado y muchas miradas. Al
pasar frente a ella, alcanzó a escuchar detrás de sí este fragmento de diálogo:
—¿Qué le parece ese joven, Mariette?
Pero esto dicho con un tono de voz tan distraído, que ni el observador más
malicioso habría podido decir nada en contra de la dama.
—Yo lo veo muy bien, señora. ¿La señora sabe que es el señor Samuel Cramer?
Y con un tono más severo respondió:
—¿Pero cómo es que usted sabe eso, Mariette?
Es por esto que al día siguiente Samuel tuvo gran cuidado en devolverle su
pañuelo y su libro, que había encontrado en una banca y que ella no había
perdido, sino que había dejado un momento mientras observaba a los gorriones
disputarse unas migajas, o mientras contemplaba el trabajo interior de la
vegetación. Como ocurre a menudo entre dos seres cuyos destinos cómplices han
elevado su alma a un mismo diapasón, —aunque la conversación empezó
bruscamente— Samuel tuvo la extraña alegría de encontrar a una persona
dispuesta a escucharlo y a responderle.
—¿Tendré la dicha, señora, de estar todavía alojado en un rincón de su
memoria? ¿He cambiado tanto que no ha podido usted encontrar en mí al compañero
de infancia, con el cual se dignó jugar a las escondidas y hasta faltar sin
permiso a la escuela?
—Una mujer, —respondió ella con una pequeña sonrisa— no tiene derecho a
reconocer fácilmente a las personas; es por eso que le agradezco, señor, el
haberme dado la ocasión de evocar esos bellos y alegres recuerdos. Además… cada
año trae consigo tantos eventos y pensamientos… y me parece que han pasado
verdaderamente muchos años, ¿no es cierto?
—Años, —replicó Samuel— que para mí fueron unas veces muy lentos, otras
prontos a esfumarse, ¡pero todos invariablemente crueles!
—¿Y la poesía…? —dijo la dama con una sonrisa en sus ojos.
—¡Siempre, señora! —respondió riendo Samuel— ¿Pero qué es lo que está
leyendo?
—Una novela de Walter Scott.
—Comprendo ahora sus continuas interrupciones. ¡Qué aburrido escritor! ¡Un
polvoriento desenterrador de crónicas! Un fastidioso montón de descripciones
desordenadas, multitud de cosas viejas y trastes de todo género: armaduras,
vajillas, muebles, posadas góticas y castillos melodramáticos, donde se pasean
modelos libremente, vestidos con casacas y jubones abigarrados; tipos conocidos
de los que ningún plagiario de dieciocho años querrá saber nada en diez años;
castellanas imposibles y amores perfectamente desprovistos de toda actualidad,
¡ninguna verdad de corazón, ninguna filosofía de sentimientos! ¡Qué diferencia
con nuestros buenos novelistas franceses, en los que la pasión y la moral se
imponen siempre sobre la descripción material de las cosas! ¿Qué importa que la
castellana use lengüeta o miriñaque, o interiores Oudinot, mientras solloce o
traicione como convenga? ¿El amante le interesa a usted más por llevar un puñal
en su chaleco en vez de una tarjeta de presentación, y un déspota en hábito
negro le causa un terror menos poético que un tirano montado de cuero y hierro?
Samuel, como se ve, entraba en la clase de las personas absorbentes, hombres insoportables y
apasionados cuyo oficio estropea la conversación, y para quienes toda ocasión
es buena, lo mismo un encuentro imprevisto bajo un árbol que en una esquina,
—aunque sea con un trapero— para desarrollar obstinadamente sus ideas. No hay
entre los viajeros comerciantes, los industriales errantes, los promotores de
negocios en comandita y los poetas absorbentes,
más que una diferencia, la de la propaganda a la predicación: el vicio de estos
últimos es completamente desinteresado. Ahora bien, la dama le replicó
simplemente:
—Mi querido Samuel, no soy más que público, basta con decirle que mi alma
es inocente. Además, el placer es para mí la cosa mundana más fácil de hallar.
Pero hablemos de usted… Me consideraré dichosa si me juzga digna de leer
algunas de sus producciones.
—Pero señora, ¿cómo es posible que…? —exclamó la gran vanidad del asombrado
poeta.
—El dueño de mi gabinete de lectura dice que no lo conoce.
Y sonrió dulcemente como para amortiguar el efecto de su fugitiva
provocación.
—Señora, —dijo sentenciosamente Samuel— el verdadero público del sigo XIX
son las mujeres, su aprobación me hará más grande que veinte academias.
—Bueno señor, cuento con su promesa. ¡Mariette! La sombrilla y la echarpe,
puede que se impacienten en casa. Ya sabes que el señor regresa temprano.
Le hizo un saludo graciosamente breve antes de marcharse, que no tenía nada
de comprometedor, y cuya familiaridad no excluía la dignidad.
Samuel no se sorprendió al encontrar a su antiguo amor juvenil esclavizado
al vínculo matrimonial. En la historia universal del sentimiento, eso es de
rigor. Era Madame de Cosmelly y
residía en una de las calles más aristocráticas del suburbio Saint-Germain.
Al día siguiente la halló, con la cabeza inclinada por una graciosa y casi
estudiada melancolía, cerca de las flores del arriate, luego le dio su volumen
llamado Osífragas, una selección de
sonetos, de aquellos que todos hemos hecho y todos hemos leído alguna vez, en
el tiempo en que teníamos el juicio demasiado corto y el cabello demasiado
largo.
Samuel tenía gran curiosidad de saber si sus Osífragas habían cautivado el alma de aquella hermosa melancólica,
y de saber si los gritos de aquellos viles pájaros le habían hablado en su
favor; pero días más tarde ella le dijo, con un candor y una sinceridad
desesperantes:
—Señor, no soy más que una mujer, y, por consiguiente, mi apreciación no es
gran cosa; pero me parece que los amores y las tristezas de los señores
protagonistas de su libro no se asemejan casi en nada a las tristezas y a los
amores de los otros hombres. Usted prodiga galanterías, sin duda muy elegantes
y de un gusto exquisito, a damas que yo estimo y conozco lo suficiente como
para saber que se espantarían de ello. Usted le canta a la belleza de las
madres con un estilo que le privaría del favor de sus hijas. Comunica al mundo
cómo le enloquecen el pie y la mano de tal señora, la cual, supongamos por su
honor, gastaría menos tiempo leyendo su libro que tejiendo medias o mitones
para los pies o manos de sus hijos. Por un contraste muy singular, y cuya
misteriosa causa me es aún desconocida, guarda usted sus más místicos inciensos
a extrañas criaturas que leen incluso menos que las mujeres; además, desfallece
platónicamente ante sultanas que dejan mucho que desear y que, a mi juicio,
ante el delicado aspecto de un poeta, abren sus ojos tanto que asemejan animales
despertando ante el sonido de un incendio. Aparte, ignoro el porqué de celebrar
tanto los temas fúnebres y las descripciones anatómicas. Cuando se es joven,
teniendo además un bello talento y todas las condiciones presumibles para la
felicidad, me parece más natural regocijarse de la salud o del hombre honesto
que ejercitarse en el anatema escuchando los murmullos de las osífragas.
He aquí lo que él le respondió:
—Señora, compadézcame, o mejor dicho, compadézcanos, ya que tengo muchos
hermanos de mi clase; el odio a todos y a nosotros mismos nos ha conducido
hacia esas mentiras. Es por la desesperanza de no poder ser nobles y bellos
siguiendo los medios naturales, que nos maquillamos tan extrañamente el rostro.
Estamos tan ocupados en sofisticar nuestro corazón, hemos abusado tanto del
microscopio para estudiar las repugnantes excrecencias y las vergonzosas
verrugas que lo cubren, y que nosotros exageramos a gusto, que es imposible que
hablemos el lenguaje de los otros hombres. Ellos viven por vivir, y nosotros,
¡desgraciadamente vivimos para saber! El misterio está ahí. La edad no cambia
más que la voz y no nos quita más que los dientes y el cabello; nosotros hemos
alterado el acento de la naturaleza, hemos extirpado uno a uno los pudores
virginales que habían erizado nuestro interior de hombres honestos. Hemos
psicologizado como los locos, que aumentan su locura al esforzarse en
comprenderla. Los años no dejan inválidos más que a nuestros miembros, y
nosotros hemos deformado las pasiones. ¡Desgraciados, tres veces desgraciados
los débiles padres que nos hicieron raquíticos y lánguidos, predestinados como
estamos a no engendrar más que hijos muertos!
—¡Todavía con sus Osífragas!
—dijo ella— Por favor, ¡deme su brazo y admiremos juntos esas pobres flores que
la primavera vuelve tan dichosas!
En lugar de admirar las flores, Samuel Cramer, a quien la inspiración había
llenado, comenzó a poner en prosa y a declamar varias malas estancias
compuestas en su primer estilo. La dama lo dejaba continuar.
—¡Qué diferencia, y cuán poco queda del mismo hombre, tan sólo el recuerdo!
Pero el recuerdo no es más que un nuevo sufrimiento. ¡Qué bellos tiempos
aquellos en que la mañana jamás despertaba nuestras rodillas entumecidas o
rotas por la fatiga de los sueños, donde nuestros ojos claros reían a toda voz,
donde nuestra alma no razonaba, sino que vivía y jugueteaba; donde nuestros
suspiros escapaban suavemente sin ruido y sin orgullo! ¡Cuántas veces, en el
tiempo libre de la imaginación, revivía una de esas hermosas tardes otoñales en
que nuestras jóvenes almas hacían progresos comparables a los de los árboles
que, en un instante, crecen varios codos! Entonces veo, siento, escucho; la
luna despierta a las grandes mariposas; el viento cálido abre las flores
nocturnas; el agua de los grandes estanques duerme. Escuche, en su espíritu,
los súbitos valses de aquel piano misterioso. El perfume de la tormenta entra
por la ventana. Es la hora en que los jardines se llenan de vestidos rosas y
blancos que no temen mojarse. Los complacientes matorrales enganchan faldas
fugitivas, el cabello castaño y los rizos rubios se mezclan turbulentamente.
¿Lo recuerda aún, señora, enormes ruedas de heno, en las que tan rápidamente
descendíamos; la vieja nodriza, tan lenta al perseguirla; y la campana, tan
pronta a llamarla bajo el ojo vigilante de su tía, en el gran comedor?
Madame de Cosmelly interrumpió a Samuel con un suspiro, iba entonces a abrir su
boca, sin duda para impedir que continúe; pero él ya había retomado la palabra.
—Pero lo más desolador —dijo él—, es que todo amor tiene siempre un mal
final, siendo tan malo como divino y alado fue al principio. No hay sueño, por
ideal que haya sido, que no reencontremos con un niño glotón prendido en el
pecho; no hay retiro, ni casita encantadora y apartada, que la piqueta no logre
derribar. ¡Y aún esta destrucción es totalmente material! Existe otra más
despiadada y secreta aún que ataca a las cosas invisibles. Imagine que en el
momento en que usted se apoya sobre el ser de su elección y le dice: «¡Volemos
tú y yo a buscar juntos el final del cielo!», una voz implacable y seria se
inclina a su oído para decirle que nuestras pasiones son falsas, que es nuestra
miopía la que hace a los rostros hermosos y nuestra ignorancia la que hace a
las almas bellas, y que necesariamente llega el día en que el ídolo, al ser
visto con claridad, ¡no es más que un objeto, no de odio, sino de desprecio y
de asombro!
—¡Se lo ruego, señor! —dijo la señora de Cosmelly.
Se encontraba fuertemente emocionada; Samuel se dio cuenta que había tocado
una antigua herida, e insistió con crueldad.
—Señora —dijo— los saludables sufrimientos del recuerdo tienen sus encantos
y, en esa embriaguez de dolor, a veces encontramos alivio. Ante esta fúnebre
advertencia, todas las almas leales se gritarían: «Señor, recógeme de aquí con
mi sueño intacto y puro: quiero devolver a la naturaleza mi pasión con toda su
virginidad, y usar en otra parte mi corona inmarchitable». Además, los
resultados de la desilusión son terribles. Los vástagos enfermos productos de
un amor agonizante son el triste desenfreno y la repugnante impotencia: el
desenfreno del espíritu, la impotencia del corazón, que hace que el uno no viva
más que por curiosidad, y que el otro muera cada día por lasitud. Todos nos
parecemos más o menos a un viajero que hubiera recorrido un enorme país; y que
observara, cada tarde, al sol, el mismo que antaño doraba magníficamente los
encantos del camino, ocultarse en un llano horizonte. Se sienta con resignación
sobre sucias colinas cubiertas de vestigios desconocidos, y dice a las
fragancias de los helechos que en vano ascienden hacia el cielo vacío; a las
escasas y desdichadas semillas, que en vano germinan en suelo árido; a los
pájaros que creen sus matrimonios bendecidos por alguien, que se equivocan al
construir sus nidos en un páramo barrido por vientos fríos y violentos. Retoma
tristemente su camino hacia un desierto casi igual al que acabara de recorrer,
escoltado por un pálido fantasma al que llamamos Razón, que aclara con una
pálida linterna la aridez de su camino y, para aplacar la renaciente sed de
pasión que de vez en cuando lo atrapa, le vierte el veneno del tedio.
De pronto, al escuchar un profundo suspiro y un sollozo mal reprimido, se
volvió hacia la señora de Cosmelly; ella lloraba abundantemente y no tenía ya
fuerzas para ocultar sus lágrimas.
La observó por un rato en silencio, con la pose más enternecida y untuosa
que pudo fingir; el hipócrita y brutal comediante estaba orgulloso de esas
preciosas lágrimas; las consideraba como obra y propiedad literaria suyas. Mas
estaba confundido respecto al sentido íntimo de aquel dolor; así como Madame de Cosmelly, ahogada en su
cándida desolación, estaba confundida respecto a la intención de la mirada de
su compañero. Se produjo entonces un singular juego de malentendidos, luego del
cual Samuel Cramer le tendió definitivamente sus manos, que ella aceptó con
tierna confianza.
—Señora —reanudó Samuel después de unos cuantos instantes de silencio, el
clásico silencio de la emoción—, la verdadera sabiduría consiste menos en
maldecir que en tener esperanza. Sin el divino don de la esperanza, ¿cómo
podríamos atravesar ese repugnante desierto de tedio que acabo de describirle?
El fantasma que nos acompaña es verdaderamente un fantasma de razón, mas
podemos espantarlo rociándole el agua bendita de la primera virtud teológica.
Hay una amable filosofía que sabe encontrar consuelo en los objetos de
apariencia más indigna. Así como la virtud vale más que la inocencia, y sembrar
en el desierto tiene más méritos que libar con despreocupación un huerto
fructuoso; del mismo modo es verdaderamente digno de un alma elevada
purificarse y purificar a su prójimo con su simple contacto. Así como no hay
traición que no se perdone, no hay falta de la que no se nos absuelva, ni
olvido que no pueda sanarse; existe una ciencia de amar al prójimo y de
hallarle digno de ser amado, así como existe un saber del buen vivir. Cuanto
más delicado sea un espíritu, más bellezas originales descubre; cuanto más
tierna y abierta a la divina esperanza sea un alma, más motivos para amar a su
prójimo, por más mancillado que éste se encuentre, el alma halla; esto es obra
de la caridad, y se ha visto a más de una contrita viajera, perdida en los
áridos desiertos de la desilusión, reconquistar la fe y prendarse con más
fuerza de aquello que había perdido, con toda razón, al poseer ahora la ciencia
de dirigir su pasión y la de su ser amado.
El rostro de Madame de Cosmelly
empezó lentamente a aclararse; su tristeza resplandecía de esperanza como un
sol mojado, y, a penas Samuel terminó su discurso, ella vivamente le dijo con
el ingenuo ardor de un niño:
—¿Es realmente cierto, señor, que eso sea posible? ¿Existen, para los
desesperados, ramas de las que puedan sujetarse?
—Desde luego, señora.
—¡Ah! Me haría la más dichosa de las mujeres el que usted se dignara
enseñarme su fórmula…
—¡Nada más fácil! —replicó brutalmente Samuel.
En medio de este galanteo sentimental, la confianza había arribado y, en
efecto, había unido las manos de los dos personajes; tan pronto desaparecieron
algunas hesitaciones y prudencias, que a Samuel le parecieron de buen augurio, Madame de Cosmelly le hizo partícipe a
su vez de sus confidencias, comenzando así:
—Comprendo, señor, todo lo que un alma poética puede sufrir por su
aislamiento, y cuán vivamente ha de consumirse en su soledad una ambición de
corazón como la suya; pero sus pesares, que no pertenecen más que a usted,
provienen, como he podido extraer de la pompa de sus palabras, de extrañas
necesidades nunca satisfechas y casi imposibles de satisfacer. Usted sufre, es
verdad; pero es posible que su sufrimiento constituya su grandeza y que le sea
tan necesario como a otros la felicidad. Ahora, dígnese en escuchar, y en
simpatizar con penas más comprensibles —¿un dolor de provincia?—. Espero de
usted, señor Cramer, el sabio, el hombre espiritual, los consejos y, si es que
es posible, la ayuda de un amigo.
«Usted sabe que en los tiempos en que me conoció, yo era una pequeña niña
buena, un poco soñadora ya, igual a usted, aunque tímida y muy obediente; no me
miraba en el espejo tan a menudo como usted, y siempre dudaba en comer o en
guardarme en los bolsillos los duraznos y las uvas que usted audazmente robaba
de las huertas de nuestros vecinos. Jamás encontraba un placer verdaderamente
agradable y completo, a no ser que me estuviera permitido; y me parecía mucho
mejor abrazarme con un bello muchacho como usted delante de mi vieja tía que en
medio del campo. La coquetería y el cuidado que toda muchacha en edad de casarse
debe tener consigo misma me llegó tardíamente. Ni bien supe tocar una romanza
en el piano, se me vistió con más cuidado, se me forzaba a mantenerme derecha,
me hicieron practicar gimnasia, y se me prohibió estropear mis manos plantando
flores o criando pájaros. Se me permitió leer otras cosas a más de Berquin, y
empezaron a llevarme con portentosas vestimentas al teatro del lugar a ver
malas óperas. Cuando el señor de Cosmelly vino al castillo, pronto sentí por él
una viva amistad; comparando su floreciente juventud con la vejez un poco
irritable de mi tía, lo hallé de lo más noble y honesto, aparte de que usaba
conmigo una galantería de lo más respetuosa. Además se citaban sus más bellos
rasgos: un brazo roto en duelo por un amigo algo pusilánime que le había
confiado el honor de su hermana, grandes préstamos a antiguos camaradas suyos
sin fortuna. ¡Qué sé yo! Tenía con todo el mundo un aire de mando, a la vez
afable e irresistible, que sin remedio me dominó. ¿Cómo había vivido antes de
llevar con nosotros la vida de castillo? ¿Había conocido otros placeres además
de ir de caza conmigo o entonar virtuosas romanzas en mi mal piano? ¿Había
tenido amantes? Ni supe nada ni pensé jamás en informarme. Empecé a amarlo con
toda la credulidad de una joven muchacha que nunca tuvo tiempo de comparar, y
me casé con él —lo que hizo a mi tía muy feliz—. Cuando fui su esposa ante Dios
y ante la ley, lo amé incluso más. Lo amé demasiado, sin duda. ¿Estaba en lo
correcto o equivocada? ¿Quién podría saberlo? Estaba feliz por ese amor, pero
mi error fue creer que nada podía perturbarlo. ¿Lo conocía bien antes de
casarme con él? No, sin duda; pero no se puede condenar más por su elección
imprudente a una honesta muchacha que desea casarse, que a una mujer de mala
vida que ha tomado un amante innoble. La una y la otra —¡pobres desdichadas!—,
son igualmente ignorantes. Les falta a esas pobres víctimas, que llamamos
mujeres en edad de casarse, una abyecta educación, es decir, el conocer los
vicios del hombre. Quisiera que cada una de esas pobres chiquillas, antes de
someterse al vínculo matrimonial, pudiera escuchar en algún lugar secreto, sin
ser vistas, a dos hombres discutir entre ellos sobre las cosas de la vida,
sobretodo de mujeres. Después de esta primera y temible prueba, ellas podrían
entregarse con menos peligro a las terribles suertes del matrimonio, conociendo
las virtudes y debilidades de sus futuros tiranos».
Samuel no sabía exactamente adónde quería llegar la encantadora víctima;
mas se dio cuenta de que hablaba demasiado de su marido como para ser una mujer
desilusionada.
Después de una pausa de algunos minutos, como si temiera abordar el hecho
funesto, Madame de Cosmelly prosiguió
de esta forma:
—Un día, el señor de Cosmelly quiso volver a París; hacía falta que yo resplandeciera
y que me ubique a la altura de mis méritos. Una mujer bella e instruida, decía
él, se debe a París; tiene que saber actuar delante del mundo y dejar caer
algunos rayos de su encanto sobre su marido; una mujer de espíritu noble y de
sentido común sabe que no puede esperar gloria alguna a no ser una parte de la
de su compañero de viaje, que ella sirve las virtudes de su marido y, sobre
todo, que no puede ser respetada si no lo sabe hacer respetar. Sin duda, éste
era el medio más sencillo y seguro de hacerse obedecer casi con alegría, de
saber que mis esfuerzos y mi obediencia me embellecerían a sus ojos;
seguramente no hacía falta tanto para decidirme a abordar aquel terrible París,
al que instintivamente temía, y cuyo negro y deslumbrante fantasma erigido en
el horizonte de mis sueños oprimía mi pobre corazón de novia. Aquél parecía, al
escucharle, el verdadero motivo de nuestro viaje. La vanidad de un marido hace
la virtud de una mujer enamorada. Tal vez se mentía a sí mismo con una especie
de buena fe y engañaba a su conciencia sin darse demasiada cuenta de ello. En
París, tuvimos días reservados para nuestros íntimos, de los que a la larga el
señor de Cosmelly se aburría, tal y como se había aburrido de su esposa. Tal
vez se había hartado un poco de su mujer, ya que ella sentía demasiado amor y
ponía a su corazón por delante de todo. De sus amigos se hartó por la razón
contraria. Ellos no tenían nada que ofrecerle a no ser el placer de las
conversaciones monótonas en las que la pasión no ocupaba lugar alguno. Desde
entonces, su actividad tomó otro rumbo. Después de los amigos vinieron los
caballos y el juego. El murmullo del mundo y la visita de aquellos que
descansaban sin trabas y que sin cesar le contaban los recuerdos de una loca y
ocupada juventud, lo alejaron de las largas conversaciones hogareñas y de su
sitio junto al fuego. Él, que jamás había tenido otro asunto que su corazón,
tuvo varias distracciones. Rico y sin profesión, supo crearse multitud de
ocupaciones renuentes y frívolas que ocupaban todo su tiempo. Las preguntas
conyugales: «¿A dónde vas?», «¿A qué hora te veremos? ¡Regresa pronto!», tuve
que reprimirlas en el fondo de mi pecho; ya que la vida inglesa —asesina de
todo corazón—, la vida de los clubes y de los círculos, lo había absorbido por
completo. El cuidado exclusivo de su persona y el dandismo que destilaba ante
todo me chocaron, pues era evidente que yo no era el motivo. Yo quería hacer
como él, estar más bella, quiero decir coqueta, coqueta para él, como lo era él
para el mundo; antes yo ofrecía todo, lo daba todo, a partir de entonces quise
hacerme rogar. Quería reanimar las cenizas de mi extinta felicidad, agitándolas
y revolviéndolas; pero al parecer yo era poco hábil para la astucia y bastante
torpe para el vicio; ya que no se dignó ni en percibirlo. Mi tía, cruel como
todas las mujeres viejas y envidiosas que son reducidas a admirar un
espectáculo del que antaño fueron protagonistas, y a contemplar alegrías
inaccesibles para ellas, puso gran esmero en hacerme saber, por medición
interesada de un primo del señor de Cosmelly, que él se había enamorado de una
actriz muy en boga y aclamada. Me hice entonces llevar a todos los
espectáculos, y cada vez que veía entrar en escena a alguna mujer medianamente
bella, temblaba al imaginar en ella a mi rival. Finalmente me enteré, por
caridad del mismo primo, que se trataba de la Fanfarlo, una bailarina tan
hermosa como tonta. Usted, que es autor, sin duda la conoce. Yo no soy ni muy
vanidosa ni muy orgullosa de mi figura; pero, se lo juro, señor Cramer, que
repetidas veces, por la noche, a eso de las cuatro o cinco de la mañana,
cansada de esperar a mi marido, con los ojos rojos por los llantos y el
insomnio, luego de largos y suplicantes ruegos por su retorno a la fidelidad y
al deber, le pregunté a Dios, a mi conciencia y a mi espejo, si yo era tan
bella como esa miserable Fanfarlo. Mi espejo y mi conciencia respondieron que
sí. Dios me ha prohibido vanagloriarme de ello, pero no de tomarlo como una
legítima victoria. ¿Por qué entre dos mujeres de igual belleza, los hombres
prefieren la flor que ha sido respirada por todos en vez de la que ha sido
escondida de los pasantes entre los más oscuros senderos del jardín conyugal?
¿Por qué las mujeres pródigas de sus cuerpos, tesoro del cual un sólo sultán
debe tener la llave, tienen más admiradores que nosotras, las infelices
mártires de un único amor? ¿De qué mágico encanto el vicio aureola a ciertas
mujeres? ¡Responda, usted que, por su estado, de seguro conoce todos los
sentimientos existentes así como sus diversos orígenes!
Samuel no tuvo tiempo de responder, pues ella ardientemente continuó:
—Pero al señor de Cosmelly le pesarán sobre su conciencia faltas muy
graves, eso si la pérdida de un alma joven y virgen interesa al Dios que la
creó para dicha de otra. Si el señor de Cosmelly muriera esta misma tarde,
tendría que implorar por varias absoluciones; ya que, por su culpa, su mujer ha
experimentado horribles sentimientos: el odio, la desconfianza al ser amado y
la sed de venganza. ¡Ah, señor! He pasado noches muy dolorosas, insomnios muy
inquietos; rezo, maldigo, blasfemo… El cura me dice que hay que llevar nuestra
cruz con resignación; pero el amor desmedido, la fe quebrantada, no saben
resignarse. Mi confesor no es mujer, y yo amo a mi marido; lo amo, señor, con
toda la pasión y todo el dolor de una amante batida y postrada en sus pies. No
hay nada que no haya intentado. En lugar de las vestimentas sombrías y
sencillas con las cuales su mirada antaño se extasiaba, usé trajes alocados y suntuosos
como los que usan las actrices. Yo, la casta esposa que él había ido a buscar
al fondo de un pobre castillo, desfilé ante él con ropa de mujerzuela; me
comportaba espiritual y alegre cuando sentía la muerte recorrer mi corazón.
Llene mi desesperación de lentejuelas con mis deslumbrantes sonrisas.
Desgraciadamente, él no vio nada. ¡Me pinté de rojo, señor, de rojo! Como puede
ver, es una historia banal, la historia de todas las desdichadas, ¡una historia
de provincia!
Mientras ella sollozaba, Samuel puso cara de Tartufo agarrado del cuello
por Orgón, el inesperado esposo que se lanza del fondo de su escondite, como
los virtuosos sollozos de la dama que brotaban desde su corazón, agarrando por
el cuello la tambaleante hipocresía de nuestro poeta.
El abandono extremo, la libertad y la confianza de Madame de Cosmelly lo habían animado prodigiosamente, sin
sorprenderlo. Samuel Cramer, que a menudo sorprendía al mundo, no se sorprendía
con frecuencia. Parecía querer poner en práctica y demostrar en su propia vida
la veracidad de aquel pensamiento de Diderot: «La incredulidad es a veces el
vicio del tonto, y la credulidad el defecto del hombre de genio. El hombre de
genio ve lejos en la inmensidad de las posibilidades. El tonto sólo ve como
posible aquello que lo es. Tal vez sea eso lo que vuelve a uno pusilánime y al
otro temerario». Esto responde a todo. Varios lectores escrupulosos y amantes
de la verdad verosímil tendrán sin duda mucho que replicar en contra de esta
historia, en la que, sin embargo, no tuve más que cambiar los nombres y
acentuar ciertos detalles; ¿cómo, dirán ellos, Samuel, un poeta de mal tono y
costumbres reprochables, pudo abordar tan prestamente a una mujer como Madame de Cosmelly?, ¿cómo pudo volcar
la conversación, de una novela de Scott, a un torrente de poesía romántica y
banal?, ¿y cómo Madame de Cosmelly,
la discreta y virtuosa esposa, soltó tan prontamente, sin pudor ni
desconfianza, sus penas? A lo que yo respondo que Madame de Cosmelly era tan simple como una hermosa alma, y que
Samuel era tan audaz como las mariposas, los abejorros y los poetas; se
arrojaba sobre todas las llamas y entraba por todas las ventanas. El
pensamiento de Diderot explica por qué ella era tan solitaria, mientras que él
tan brusco e imprudente. También explica las meteduras de pata que Samuel
cometió durante toda su vida, las mismas que un tonto no cometería. Aquella
porción del público que es esencialmente pusilánime no comprenderá
suficientemente la personalidad de Samuel, quien era esencialmente crédulo e
imaginativo, al punto de creer, como poeta, en su público; y como hombre, en
sus propias pasiones.
A partir de ese momento se percató de que aquella mujer era más fuerte y
profunda de lo parecía, además de que no debía enfrentarse abiertamente a su
cándida piedad. Entonces, nuevamente empezó a prodigarle su jerga romántica.
Avergonzado por haberse comportado como tonto, quería ahora dárselas de astuto;
le habló por un rato, con su dialecto de seminarista aún presente, de heridas a
cerrar y a cauterizar mediante la abertura de nuevas llagas que sangrarían
largamente y que no producirían dolor alguno. Cualquiera que haya querido, sin
tener la fuerza absoluta de Valmont o de Lovelace, poseer a una mujer honesta y
confiada, sabe con qué risible y enfática torpeza uno ofrece su corazón
diciendo: «Tómelo, mi corazón es suyo»; —eso me dispensará de explicarles lo
tonto que fue Samuel—. Madame de
Cosmelly, aquella amable Elmira que poseía el juicio claro y alerta de la
virtud, dilucidó rápidamente el partido que podía sacar de nuestro ingenuo
canalla, para felicidad propia y para dignidad de su marido. Le pagó, pues, con
la misma moneda; dejó primeramente que le apretara las manos, comenzando luego
a hablarle de amistad y de cosas platónicas. Entonces le murmuró la palabra
venganza; dijo que una mujer, en dolorosas crisis como ésta, le daría con gusto
a su vengador el poco corazón que el pérfido le hubiera dejado; y otras
boberías y galanterías dramáticas. En resumen, utilizó la coquetería por la
buena causa, y nuestro astuto joven, que era más atontado que un sabio,
prometió arrancar de la Fanfarlo al señor de Cosmelly y alejarlo de la
cortesana, esperando encontrar en los brazos de la honesta mujer la recompensa
de su obra meritoria. Y es que nadie más que un poeta sería tan cándido como
para inventar monstruosidades semejantes.
Un detalle bastante cómico de esta historia, y que fue como un intermedio
en el doloroso drama que iba a desarrollarse entre estos cuatro personajes, fue
el malentendido ocurrido con los sonetos de Samuel —ya que, con respecto a los
sonetos, era incorregible—. El uno era para Madame
de Cosmelly, en el cual exaltaba en estilo místico su belleza de Beatriz, su
voz, la pureza angelical de sus ojos, la castidad de sus andares, etc… El otro
era para la Fanfarlo, en el cual se sirvió de un guiso de picantes galanterías
capaces de hacerle subir la sangre al paladar del menos novato, género poético
en el cual, de entre todos, él sobresalía, y en el cual había, a buena hora,
sobrepasado todas las andaluzadas posibles. El primer fragmento llegó a casa de
la criatura, que tiró ese plato de pepinos al tacho de los cigarros; el segundo
llegó a casa de la pobre abandonada, que en primera instancia abrió grandes
ojos, terminó por comprender y, a pesar de sus tristezas, no pudo evitar reír a
carcajadas, como en sus mejores tiempos.
Samuel fue al teatro y se puso a estudiar a la Fanfarlo sobre el escenario.
La encontró ligera, magnífica, vigorosa, de buen gusto en sus atavíos, y juzgó
al señor de Cosmelly dichoso al poder arruinarse por semejante criatura.
Se presentó dos veces en casa de ella, una casita con una escalera
aterciopelada en un barrio nuevo lleno de plantas; pero no podía presentarse
sin algún pretexto razonable. Una declaración de amor era algo profundamente
inútil y hasta peligroso. El fracaso le habría prohibido regresar. En cuanto a
hacerse presentar, sabía que la Fanfarlo no recibía a nadie. Algunos íntimos la
veían de cuando en cuando. ¿Qué venía a decir o hacer en casa de una bailarina
magníficamente pagada y mantenida, además de adorada por su amante?, ¿qué venía
a ofrecerle él, que no era ni sastre, ni costurera, ni maestro de ballet, ni millonario? Tomó entonces un
partido simple y brutal, debía hacer que la Fanfarlo viniese hasta él. En aquella
época, los artículos de elogio y crítica tenían mucho más valor que ahora. Las facilidades del folletín, como decía
recientemente un valiente abogado en un proceso tristemente célebre, eran mucho
mayores que hoy en día. Como ciertos talentos habían capitulado ya ante los
periodistas, la insolencia de aquella juventud despistada y aventurera no
conocía límites. Así emprendió Samuel —él, que no sabía ni jota de música— la
especialidad de los teatros líricos.
Desde entonces, la Fanfarlo fue semanalmente difamada al pie de un
importante periódico. No se podía decir ni suponer que ella tuviera la pierna,
el tobillo o la rodilla mal tornados; los músculos jugaban bajo la media, y
todos los binoculares hubieran gritado ante alguna blasfemia. Fue acusada de ser
brutal, común, carente de gusto, de querer importar al teatro las costumbres
del Rin y de los Pirineos, castañuelas, espuelas, botas con tacones, —sin
contar que bebía como granadero y que le fascinaban demasiado los perros y la
hija de su portera— y otros trapos sucios de su vida privada y que son, para
algunos pequeños periódicos, pasto y golosina periodística. Se le oponía con
aquella táctica común en los periodistas que consiste en comparar cosas
incomparables, una dama etérea, siempre vestida de blanco, y de la que castos
movimientos dejaban a todas las conciencias en reposo. Algunas veces la
Fanfarlo gritaba y reía muy alto hacia el patio de butacas al acabar un salto
sobre las candilejas; hasta osaba caminar mientras danzaba. Nunca usaba
insípidos vestidos de gaza de aquellos que dejan ver todo y no dejan adivinar
nada. Le encantaban las telas que hacen ruido, las blusas de saltimbanqui, las
faldas largas, crujientes, con lentejuelas y adornos de hojalata, que hay que
levantar muy alto con la rodilla; al bailar no usaba aros, sino pendientes, e
incluso osaría decir lustres. Con gusto llevaría atadas a la parte baja de su
falda multitud de pequeñas muñecas extrañas, como hacen las viejas bohemias que
adivinan la suerte de una manera amenazante, y que se encuentran en el Sur, en
los arcos de las ruinas romanas. Estos atractivos, y otros muchos más, hicieron
que el romántico Samuel, uno de los últimos románticos que Francia posee,
enloqueciera de amor por ella.
De modo que, después de haber denigrado durante tres meses a la Fanfarlo,
quedó perdidamente enamorado, y ella quiso por fin saber quién era el monstruo,
el corazón de piedra, el pedante, el pobre diablo que negaba tan obstinadamente
la realeza de su genio.
Hace falta hacer justicia a la Fanfarlo, ya que en ella sólo hubo un
movimiento de curiosidad, nada más. ¿Semejante hombre tenía realmente la nariz
entre los ojos, estaba del todo conformado como el resto de los hombres? Cuando
obtuvo una o dos informaciones sobre Samuel Cramer: que era un hombre como
cualquier otro, con algo de criterio y algo de talento; comprendió que había
algo que adivinar, y que el terrible artículo del lunes bien podría ser una
extraña clase de ramo de flores semanal o la carta de visita de un obstinado
solicitante.
La encontró una noche en su camerino. Dos vastas antorchas y un gran fuego
hacían temblar la luz sobre las abigarradas vestimentas que llevaba a rastras
por su tocador.
La reina del lugar, al momento de marcharse, retomaba su atavío de simple
mortal y, en cuclillas sobre una silla, calzaba sin pudor su adorable pierna;
sus manos, generosamente estilizadas, hacían pasear un cordón a través de los
ojetes del borceguí como una ágil lanzadera, sin pensar en que le hacía falta
acomodarse su enagua. Aquella pierna era ya, para Samuel, objeto de un eterno
deseo. Larga, fina, fuerte, generosa y fibrosa a la vez, poseía toda la
corrección de lo bello y toda la atracción libertina de lo lindo. Cortada
perpendicularmente en la parte más grande, la pierna habría dado una especie de
triángulo en el que el vértice estaría situado en la tibia, y en el que la
línea redondeada de la pantorrilla formaría la base convexa. La verdadera
pierna de un hombre es demasiado dura y las piernas de las mujeres coloreadas
por Devéria son en cambio demasiado blandas como para dar una idea.
Con esa agradable actitud, su cabeza, inclinada hacia su pie, exponía un
cuello de procónsul, ancho y robusto, dejando adivinar el surco de los
omóplatos, revestidos por una abundante carne morena. Los cabellos, pesados y
apretados, caían hacia delante por ambos lados, rozándole la sien y ocultando
sus ojos, de modo que a cada instante tenía que moverlos y echarlos hacia
atrás. Una traviesa y encantadora impaciencia, como la de un niño malcriado que
decide que algo no debe ir tan rápido, removía a toda la criatura, incluyendo
su vestimenta, y revelaba a cada instante nuevos puntos de vista y nuevos
efectos de líneas y de colores.
Samuel se detuvo con respeto, o fingió detenerse con respeto; ya que, con
ese diablo de hombre, el gran problema siempre es saber dónde comienza el
comediante.
—¡Oh, aquí está, señor! —le dijo ella sin molestarse, aun cuando le habían
prevenido unos minutos antes de la visita de Samuel— ¿Tiene algo que
preguntarme, no es verdad?
La sublime impudicia de estas palabras fue directo al corazón del pobre
Samuel; había charlado como un loro romántico durante ocho horas con Madame de Cosmelly; en cambio aquí,
respondió tranquilamente:
—Sí, señora.
Y las lágrimas llenaron sus ojos.
Esto fue un éxito rotundo, la Fanfarlo sonrió.
—¿Pero qué bicho le picó, señor, para atacarme de tal manera? Qué horrible
profesión…
—Horrible en efecto, señora… Es que la adoro.
—Me lo imaginaba —replicó la Fanfarlo—. Pero usted es un monstruo, esa
táctica es abominable. ¡Pobres de nosotras las mujeres! —acotó riendo—. Flore,
trae mi brazalete… Y usted deme el brazo hasta mi coche y dígame qué le pareció
mi actuación de esta noche.
Caminaron así, tomados del brazo, como dos viejos amigos; Samuel la amaba,
o al menos sentía a su corazón sacudirse fuertemente. Su comportamiento tal vez
había sido singular, pero al menos esta vez, no había sido ridículo.
En medio de su regocijo, casi olvida avisar a Madame de Cosmelly de su éxito, y así llevar una esperanza a su
hogar desierto.
Unos días después, la Fanfarlo interpretaba a Colombina en una vasta
pantomima hecha para ella por personas de genio. Aparecía, gracias a una
agradable sucesión de metamorfosis, en los personajes de Colombina, de
Margarita, de Elvira y de Ceferina, y recibía, alegrándose lo más posible, los
besos de varias generaciones de personajes tomados de varios países y de
diversas literaturas. Un gran músico había aceptado hacer una fantástica
partitura, apropiada para la rareza del tema. La Fanfarlo se turnó en ser
decente, mágica, loca, jovial; fue sublime en su arte, tan comediante con las
piernas como bailarina con los ojos.
Entre nosotros, dicho sea de paso, se desprecia demasiado el arte de la
danza. Todas las grandes personas, empezando por las del mundo antiguo, las de
India y las de Arabia, la han cultivado igual que a la poesía. La danza está a
la par, o incluso por encima de la música, así como lo visible y lo creado
están por encima de lo invisible y lo increado, esto para varias organizaciones
paganas. Y sólo pueden comprenderlo aquéllos a quienes la música evoca ideas
pictóricas. La danza puede revelar todo lo misterioso de la música, aparte de
poseer el mérito de ser más humana y palpable. La danza es la poesía con brazos
y piernas; es la materia, graciosa, terrible y animada, adornada por el
movimiento. Terpsícore es una musa del sur; presumo que era demasiado morena, y
que a menudo agitaba los pies en los trigales dorados; sus movimientos, llenos
de una cadencia precisa, son divinos motivos para la estatuaria. Pero Fanfarlo
la católica, no satisfecha al rivalizar con Terpsícore, llamó en su auxilio a
toda el arte de las divinidades modernas. La niebla mezcla formas de hadas y de
ondinas menos vaporosas y menos indolentes. Fue a la vez un capricho de Shakespeare
y una bufonería italiana.
El poeta estaba feliz, creía tener frente a sus ojos el sueño de sus días
más lejanos. Con gusto habría saltado en su camerino de una manera ridícula, y
se habría roto la cabeza contra cualquier cosa, en la loca embriaguez que lo
dominaba.
Una calesa baja y bien cerrada rápidamente arrebató al poeta y a la
bailarina hacia la casita de la que ya hablé.
Nuestro hombre expresaba su emoción por medio de besos mudos que le
aplicaba con fervor en los pies y en las manos. Ella también lo admiraba con
viveza, no porque ignorara el poder de sus encantos, sino porque jamás había
visto un hombre tan extraño ni una pasión tan eléctrica.
El día estaba oscuro como una tumba; y el viento, meciendo montones de
nubes, descargaba con sus sacudidas un fuerte chaparrón de granizo y lluvia.
Una gran tormenta hacía temblar las buhardillas y gemir los campanarios; el
arroyo, lecho fúnebre donde se pierden las cartas románticas y las orgías de la
víspera, arrastraba en borbollones sus mil secretos a las alcantarillas; la
muerte se cernía alegremente sobre los hospitales, y los Chatterton y los
Savage de la calle Saint-Jacques crispaban sus fríos dedos sobre los
escritorios; cuando el hombre más falso, el más egoísta, el más sensual, el más
goloso, el más espiritual de nuestros amigos se instalaba frente a una
deliciosa cena y una buena mesa, en compañía de una de las mujeres más bellas
que la naturaleza haya creado para el placer de los ojos. Samuel quiso abrir la
ventana para echar una mirada triunfante sobre la maldita ciudad; después,
bajando la mirada sobre las diversas delicias que tenía ante sí, se apresuró a
disfrutar de ellas.
En compañía de semejantes cosas, debía ser elocuente: por lo tanto, a pesar
de su frente demasiado alta, sus cabellos de selva virgen y su nariz de
bebedor, la Fanfarlo lo halló casi atractivo.
Samuel y la Fanfarlo tenían exactamente las mismas ideas en cuento a la
cocina y al sistema de alimentación necesario para las criaturas de élite. Las
carnes desabridas y los pescados sosos estaban excluidos de las cenas de
aquella sirena. El champaña rara vez faltaba en su mesa. Los burdeos más
famosos y más perfumados cedían el paso al pesado y cargado batallón de los
borgoñas, de los vinos de Auvergne, de Anjou o del Mediodía, y a los vinos
extranjeros: alemanes, griegos y españoles. Samuel tenía la costumbre de decir
que un vaso de buen vino debía asimilarse a un racimo de uvas negras y que
debía haber tanto para comer que como para beber. La Fanfarlo gustaba de las
carnes poco cocidas y de los vinos que embriagaban; por lo demás, jamás se
embriagaba. Ambos profesaban una sincera y profunda estima por la trufa. La
trufa, esa vegetación sorda y misteriosa de Cibeles, esa sabrosa enfermedad que
ha ocultado en sus entrañas más tiempo que el metal más precioso, esa exquisita
materia que desafía la ciencia del agrónomo, como el oro desafía la de
Paracelso; la trufa, que marca la diferencia entre el mundo antiguo y el
moderno, y que, ante un vaso de Chío, crea el mismo efecto que varios ceros
después de una cifra.
En cuanto a las salsas, ragús y aderezos, cuestión seria que demandaría un
capítulo tan serio como el de un folleto científico, puedo afirmarles que
estaban perfectamente de acuerdo, sobre todo en la necesidad de llamar en ayuda
de la cocina a toda la farmacéutica de la naturaleza. Pimientos, polvos
ingleses, azafranes, sustancias coloniales, polvos exóticos; todo les parecía
bueno, incluso el almizcle y el incienso. Si Cleopatra viviera todavía, tengo
por seguro que hubiera querido preparar filetes de buey o de venado con
perfumes de Arabia. En efecto, es deplorable que los grandes cocineros de ahora
no sean obligados por una ley especial y obligatoria a conocer las propiedades
químicas de las materias; y que no sepan descubrir, para los casos que lo
ameriten, como una velada amorosa, elementos culinarios casi inflamables,
prontos a recorrer el sistema orgánico como el ácido prúsico y a volatizarse
como el éter.
Cosa curiosa, esta conformidad de opiniones por el buen vivir, esta similitud
de gustos, los unió vivamente; esta profunda armonía en la vida sensual, que
brillaba en cada mirada y en cada palabra de Samuel, impresionó mucho a la
Fanfarlo. Su palabra, unas veces brutal como una cifra, otras delicada y
perfumada como una flor o una bolsa de lavanda; y aquella extraña forma de
conversar, de la que sólo él conocía el secreto; le permitieron ganarse los
favores de aquella encantadora mujer. Por lo demás, al inspeccionar la recámara
de la Fanfarlo descubrió, no sin una viva y profunda satisfacción, una perfecta
confraternidad de gustos y sentimientos en lo referente al amueblamiento y a la
construcción de interiores. Cramer odiaba profundamente, y a mi parecer tenía
toda la razón, las grandes líneas rectas en materia de apartamentos y la
arquitectura importada en los hogares domésticos. Los vastos salones de los
viejos castillos me dan miedo, y compadezco a las señoras que estaban obligadas
a hacer el amor en esos gigantescos dormitorios que parecían más bien
cementerios, en esos grandes catafalcos que se hacían llamar camas, en esos
grandes monumentos que tomaban el pseudónimo de sillones. Los apartamentos de
Pompeya son tan grandes como una mano; las ruinas indias que cubren la costa de
Malabar atestiguan el mismo sistema. Esos grandes pueblos, voluptuosos y
sabios, conocen perfectamente la razón. Los sentimientos íntimos no pueden
recogerse a sus anchas más que en espacios lo suficientemente estrechos.
La recámara de la Fanfarlo era pues muy pequeña, muy baja, obstruida por
cosas blandas, perfumadas y de peligroso contacto; el aire, cargado de extraños
miasmas, hacía dar ganas de morir lentamente allí, como en un caliente
invernadero. La luz de la lámpara jugaba sobre un batiburrillo de encajes y
telas de un tono violento pero equívoco. Aquí y allá, sobre las paredes,
aquella luz iluminaba algunas pinturas llenas de voluptuosidad española: carnes
extremadamente blancas sobre fondos sumamente negros. Era al fondo de aquel
encantador tugurio, que tenía a la vez aire de lugar maligno y de santuario,
donde Samuel vio avanzar hacia él a la nueva diosa de su corazón, en el
radiante y sagrado esplendor de su desnudez.
¿Qué hombre no querría, aun al precio de la mitad de sus días, ver a su
sueño, a su verdadero sueño, posar sin velos delante de él, al fantasma adorado
de su imaginación haciendo caer una a una todas las prendas destinadas a
preservarlo de las miradas del vulgo? Pero he aquí que Samuel, arrebatado por
un extraño capricho, se puso a gritar como un niño mimado: ¡Quiero a Colombina,
devuélveme a Colombina! ¡Devuélvemela tal y como se me presentó la noche en que
me enloqueció con su caprichoso atavío y su corpiño de saltimbanqui!
La Fanfarlo, sorprendida al principio, aceptó prestarse a la excentricidad
del hombre que había elegido, y llamó a Flore; la que por mucho que insistió en
que eran las tres de la mañana, que todo estaba cerrada en el teatro, el
portero dormido, el clima horrible —la tormenta continuaba con su alboroto—,
tuvo que obedecer a la que también obedecía. La sirvienta salía; cuando Cramer,
presa de una nueva idea, se guindó por la ventana y gritó con voz de trueno:
— ¡Hey! ¡No olvide el lápiz labial!
Ese rasgo característico, que fue mencionado por la misma Fanfarlo una
noche en que sus amigas la interrogaron sobre el comienzo de su relación con
Samuel, no me sorprendió en absoluto; pude reconocer claramente en él al autor
de las Osífragas. Siempre amará el
carmín y el albayalde, la crisocola y los oropeles de toda clase. Con gusto
cambiaría de color los árboles y el cielo, y si Dios le hubiera confiado el
plan de la naturaleza, quizás lo habría arruinado.
Aunque Samuel tenía una imaginación depravada, y tal vez a causa de este
mismo motivo, el amor era en él un asunto que concernía más al razonamiento que
a los sentidos. Era sobretodo admiración y apetito por lo bello, consideraba a
la reproducción como un vicio del amor y al embarazo como una enfermedad de
araña. En alguna parte escribió: «Los ángeles son hermafroditas y estériles».
Amaba al cuerpo humano como una armonía material, como una bella arquitectura a
la que se añade movimiento; y ese materialismo absoluto no estaba lejos del
idealismo más puro. Pero como en lo bello, que es la causa del amor, según él
había dos elementos: la línea y el atractivo —y como todo esto se refiere a la
línea—; el atractivo para él, al menos aquella noche, era el lápiz labial.
La Fanfarlo resumía para él la línea y el atractivo; y cuando, sentada en
el borde de la cama, en la despreocupación y la calma victoriosa de la mujer
amada, con las manos posadas delicadamente sobre él, la miraba; le parecía ver
el infinito detrás de los ojos claros de aquella belleza, y sentía que los
suyos a la larga planeaban sobre inmensos horizontes. Por lo demás, como sucede
a los hombres excepcionales, a menudo estaba solo en su paraíso, ya que nadie
podía habitarlo con él; y si, por casualidad, él la raptaba y la traía casi a
la fuerza, ella se quedaba siempre atrás: por lo que, bajo el cielo en que él
reinaba, su amor comenzaba a estar triste y enfermo de melancolía del azul,
como un rey solitario.
Sin embargo, jamás se aburrió de ella; jamás, al abandonar su reducto
amoroso, andando ligeramente sobre la acera, bajo el fresco aire de la mañana,
probó aquella diversión egoísta del cigarrillo y las manos en los bolsillos, de
la que nos habló en alguna parte nuestro gran novelista moderno.
A falta de corazón, Samuel tenía una inteligencia noble, y, en lugar de
ingratitud, el deleite había engendrado en él esa conformidad deliciosa, ese
ensueño sensual, que tal vez valga más que el amor, tal como lo ve el vulgo.
Por lo demás, la Fanfarlo dio lo mejor de ella y le procuró sus más hábiles
caricias, dándose cuenta que el hombre valía la pena: se había acostumbrado a
ese lenguaje místico, saturado de impurezas y crudezas enormes. Aquello tenía
al menos el atractivo de la novedad.
La súbita pasión de la bailarina había causado un escándalo. Hubo varias
cancelaciones de espectáculos, la Fanfarlo descuidó sus ensayos; muchos
envidiaban a Samuel.
Una noche en que el azar, el tedio del señor de Cosmelly o una serie de
artimañas de su mujer los había reunido junto al fuego, después de uno de esos
largos silencios que tienen lugar en las parejas que ya no tienen nada que
decirse pero sí mucho que ocultarse; después de haberle hecho el mejor té del
mundo, en una tetera bastante modesta y resquebrajada, quizás todavía del
castillo de su tía; después de haber cantado bajo los acordes de un piano
algunos fragmentos de una música en boga diez años atrás; ella le dijo, con la
voz dulce y prudente de la virtud que quiere ser amable y teme espantar al
objeto de sus afectos, que lo compadecía mucho y que había llorado mucho, más
por él que por sí misma; que al menos hubiese querido, en su completa
resignación sumisa y abnegada, que él pudiese encontrar en otros brazos el amor
que ya no le pedía a su mujer; que había sufrido más al verlo caer que al verse
abandonada; que, además, gran parte de la culpa era suya, por haber descuidado
sus deberes de tierna esposa al no haber advertido a su marido del peligro;
que, por lo demás, ella estaba dispuesta a cerrar esa herida sangrante y a
reparar ella sola la imprudencia de ambos, etc. La pobre lloraba y lloraba
bien, el fuego iluminaba sus lágrimas y su rostro se embellecía con su dolor.
El señor de Cosmelly no dijo ni una palabra antes de salir. Los hombres
atrapados en la red de sus propias faltas no toleran hacerle a la clemencia una
ofrenda con sus remordimientos. Si fue a la casa de la Fanfarlo, de seguro
encontró allí vestigios del desorden, colillas de cigarros y folletines.
Una mañana, Samuel fue despertado por la voz traviesa de la Fanfarlo y,
luego de levantar lentamente su fatigada cabeza de la almohada en que reposaba,
leyó una carta que ésta le daba:
«Gracias, señor, mil veces gracias; mi felicidad y mi reconocimiento le
serán bien retribuidos en un mundo mejor. Lo acepto. Recupero a mi marido de
sus manos y me lo llevo esta misma noche a nuestra tierra de C***, donde
recobraré la salud y la vida que le debo. Reciba, señor, la promesa de una
amistad eterna. Siempre lo he creído demasiado honesto como para no preferir
una amistad en lugar de cualquier otra recompensa».
Samuel, tendido entre encajes y apoyado sobre uno de los más frescos y
bellos hombros que se haya podido existir, sintió vagamente que había sido
burlado, y sintió cierta penar al reunir en su memoria los elementos de la
intriga que él mismo había llevado a buen término; pero se dijo tranquilamente:
«¿Son realmente nuestras pasiones sinceras? ¿Quién puede saber con certeza
aquello que quiere y conocer con exactitud el barómetro de su corazón?».
—¿Qué murmuras? ¿Qué tienes ahí? Quiero ver. —dijo la Fanfarlo.
—¡Ah! No es nada —dijo Samuel—. Es la carta de una mujer honesta a quien le
prometí que me convertiría en tu amado.
—Me las pagarás. —dijo ella entre dientes.
Es probable que la Fanfarlo haya amado a Samuel, pero con ese amor que
pocas almas conocen, con rencor en el fondo. En cuanto a él, fue castigado por
sus pecados. A menudo había fingido pasión, ahora se vio obligado a conocerla;
pero no fue ese amor tranquilo, calmado y ardiente que inspiran las mujeres
honestas, fue el amor terrible, desolador y vergonzoso, el amor enfermo de las
cortesanas. Samuel conoció todas las torturas de los celos, y el rebajamiento y
la tristeza en que nos arroja la conciencia de un mal incurable y
constitucional; en pocas palabras, todos los horrores de aquel vicioso
matrimonio al que se le da el nombre de concubinato. En cuanto a ella, cada día
engorda más; se ha convertido en una belleza gruesa, limpia, lustrada y astuta,
una especie de cortesana ministerial. Un día de éstos comulgará por las pascuas
y repartirá el pan bendito en su parroquia. Tal vez para aquella época, Samuel,
muerto de pena, estará bien enterrado,
como solía decir en sus buenos tiempos, y la Fanfarlo, con sus aires de
canonesa, hará perder la cabeza a algún joven heredero. Mientras tanto, aprende
a traer niños al mundo; acaba de parir felizmente un par de gemelos. Samuel ha
sacado a la luz cuatro libros científicos: uno sobre los cuatro evangelios,
otro sobre el simbolismo de los colores, una memoria sobre un nuevo sistema de
anuncios, y un cuarto del que no quiero recordar ni el título. Lo más espantoso
de este último es que está lleno de elocuencia, energía y curiosidades. Samuel
hasta tuvo el descaro de ponerle como epígrafe: «Auri sacra fames!» La Fanfarlo quiere que su amante ingrese al
Instituto e intriga al ministerio para que le den la cruz.
¡Pobre cantor de las Osífragas!
¡Pobre Manuela de Monteverde! ¡Qué bajo ha caído! Escuché hace poco que fundó
un periódico socialista y que quería entrar a la política. ¡Qué inteligencia
más deshonesta! —como dice el honesto señor Nisard.
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