La tienda del molino - Truman Capote
La tienda del molino
La mujer miró a través de
la ventana trasera de la tienda, absorta en los niños que jugaban alegremente
en el agua luminosa del arroyo. El cielo estaba absolutamente limpio, y el sol
del Sur caldeaba con intensidad la tierra. La mujer se secó el sudor de la
frente con un pañuelo rojo. El agua, que discurría rauda sobre los brillantes
cantos rodados del fondo del arroyo, parecía fría y tentadora. Si aquellos
excursionistas no estuvieran allí abajo, pensó, juro que ahora mismo iba y me
sentaba en el agua para refrescarme. ¡Uf!
La gente, casi todos los
sábados, venía de la ciudad a pasar la tarde merendando y divirtiéndose en las
orillas de guijarros del arroyo del molino, mientras sus hijos chapoteaban en
el agua poco profunda. Aquella tarde, un sábado de finales de agosto, habían
organizado una merienda de la escuela dominical. Tres señoras mayores,
profesoras de catecismo, corrían nerviosas por la umbría, ocupándose de los
niños a su cargo.
La mujer que miraba por la
ventana se volvió hacia el interior de la tienda —oscuro, por contraste con la
luminosidad del exterior— en busca de un paquete de cigarrillos. Era una mujer
grande, morena y bronceada. Su pelo, muy corto, era negro y tupido. Llevaba un
vestido barato de calicó. Encendió un cigarrillo y, al acusar el humo, frunció
el ceño. Torció la boca e hizo una mueca. Era el único problema que le
ocasionaba fumar: le dolían las úlceras de la boca. Aspiró con brusquedad, y la
succión alivió momentáneamente las punzadas de las llagas.
Debe de ser el agua, pensó.
No estoy acostumbrada a beber agua de pozo. Había llegado a la ciudad tres
semanas atrás en busca de trabajo. Y el señor Benson le había ofrecido la
posibilidad de trabajar en la tienda del molino, y ella había aceptado. Pero no
le gustaba aquello: estaba a unos ocho kilómetros de la ciudad, y ella no era
muy propensa a caminar. Había
demasiado silencio, y por la noche, con el canto de los grillos y el croar de
soledad de las ranas toro, era un manojo de nervios.
Miró el despertador barato.
Eran las tres y media, para ella la hora más solitaria e interminable del día.
El aire de la tienda estaba viciado; olía a queroseno, a harina de maíz recién
molido y a dulces rancios. Se asomó a la ventana. El sol de media tarde de
agosto pendía ardiente del cielo.
La tienda se hallaba en una
de las riberas de arcilla roja del arroyo. A un lado se alzaba un molino grande
y destartalado, que llevaba sin utilizarse seis o siete años. Una presa
desvencijada de madera gris contenía las aguas embalsadas procedentes del
arroyo que discurría entre los bosques como una cinta de ópalo oliváceo. Los
excursionistas tenían que pagar un dólar al molino por el uso del terreno y por
pescar en el embalse. Un día había ido a pescar, pero lo único que había
pescado eran un par de barbos escuálidos y un par de serpientes mocasín. ¡Lo
que había gritado al sacar del agua a las serpientes, cuyos cuerpos viscosos se
retorcían y destellaban al sol, con el anzuelo clavado en las ponzoñosas bocas
de algodón! Tras levantar del agua a la primera, había tirado la caña y el
sedal al suelo y había corrido hacia el molino y se había pasado el resto del
húmedo día consolándose con revistas de cine y una botella de bourbon.
Pensaba en ello mientras
miraba a los niños que chapoteaban en el agua. Se rió un poco al recordarlo,
pero seguían dándole miedo las cosas viscosas.
De pronto una voz tímida
dijo a su espalda:
—¿Señorita…?
Se sobresaltó; dio un
respingo y se volvió con una mirada fiera.
—No tienes por qué ser tan
sigilosa… Bueno, niña, ¿qué es lo que quieres?
La niña apuntó con el dedo
una vitrina anticuada llena de dulces baratos —grageas, pastillas de goma,
bastones de caramelo con sabor a menta, rompemuelas, todo mezclado—. Al tiempo
que la niña señalaba sus objetos de deseo la mujer los alcanzaba en la vitrina
y los metía en una bolsita de papel de estraza. Se quedó mirando con suma
atención a la niña mientras ésta elegía sus compras una a una. Le recordaba a
alguien. Sus ojos. Eran brillantes, como un par de burbujas de cristal azul. Y
de un tono tan claro, tan celeste. El pelo le caía en ondas casi hasta los
hombros. Era fino, del color de la miel. Piernas, brazos y cara eran morenos
(casi demasiado oscuros). La mujer veía que la niña había estado mucho tiempo
expuesta al sol. No podía evitar mirarla.
La niña alzó la vista desde
sus compras y preguntó con timidez: —¿Tengo algo mal?
Se miró el vestido para ver
si estaba roto.
La mujer sintió embarazo.
Miró hacia abajo con rapidez y se puso a enrollar el extremo abierto de la
bolsa.
—Claro que no… No, no, en
absoluto.
—Oh, pensaba que tenía
algún roto porque me ha mirado de forma rara.
La niña pareció
tranquilizarse.
La mujer se inclinó sobre
el mostrador, le tendió la bolsa a la niña y le tocó el pelo. No pudo evitarlo;
parecía tan delicado, tan parecido a mantequilla amarilla dulce.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—le preguntó.
La niña parecía asustada.
—Elaine —dijo. Cogió la
bolsa, dejó unas cuantas monedas calientes en el mostrador y salió deprisa de
la tienda.
—Adiós, Elaine… —dijo a su
espalda la mujer, pero la niña estaba ya fuera de la tienda y cruzaba
apresuradamente el puente para reunirse con sus compañeros.
Qué cosa más increíble,
pensó. Los ojos de esa niña son idénticos a los de él. Esos malditos ojos. Se
sentó en una silla de un rincón de la tienda, dio una última chupada al
cigarrillo y lo aplastó en el suelo con el pie. Bajó la cabeza hasta el regazo
y se quedó medio dormida. Dios, pensó en el duermevela, esos ojos…, y —se
lamentó— estas malditas aftas.
La despertaron cuatro
chicos sacudiéndola por los hombros y dando brincos por la tienda con una
agitación alborotada.
—¡Despierte! —gritaban—.
¡Despierte!
Los miró durante un
instante con ojos legañosos. Tenía las mejillas calientes. Las aftas le ardían
en la boca. Se pasó la lengua por ellas sin el menor cuidado.
—¿Qué pasa? —preguntó—.
¿Qué pasa?
—¿Tiene teléfono, o coche,
señora, por favor? —preguntó uno de los chicos presa de excitación.
—No, no tengo —dijo la
mujer, ya del todo despierta—. ¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? La presa no se ha
roto, ¿verdad?
Los chicos seguían
brincando. Estaban demasiado agitados para quedarse quietos; daban saltos de un
lado para otro, gimiendo.
—Oh, ¿qué vamos a hacer?
¡Se va a morir, se va a morir…!
La mujer se estaba poniendo
muy nerviosa.
—¿Qué diablos ha pasado?
¡Decídmelo, pero rápido!
—A una niña le ha picado
una serpiente —gimoteó un chico menudo y regordete.
—Santo Dios. ¿Dónde?
—Ahí abajo, en el arroyo
—dijo el chico, señalando la ventana con un dedo.
La mujer salió corriendo de
la tienda. Cruzó el puente y bajó a la orilla de guijarros. Al otro extremo
había un grupo de gente. Una de las catequistas corría de aquí para allá,
gritando a voz en cuello. Algunos niños se habían quedado a un lado, con los
ojos fijos y llenos de horror y asombro ante lo que había dado al traste con su
tarde de asueto.
La mujer se abrió paso
entre la gente y vio a la niña que yacía en la arena. Era la niña con los ojos
como burbujas de un rutilante cristal azul.
—Elaine… —exclamó la mujer.
Todos volvieron la cabeza
hacia la recién llegada. La mujer se arrodilló al lado de la niña y examinó la
herida, que ya se estaba hinchando y cambiando de color. La niña temblaba,
lloraba y se daba con la mano en la cabeza.
—¿No tienen coche?
—preguntó la mujer a una de las catequistas—. ¿Cómo han venido?
—Hemos venido caminando
—respondió la mujer, con los ojos llenos de miedo y consternación.
La mujer se retorció las
manos, furiosa.
—Miren —dijo—. Esta niña
está grave. Puede morirse.
Todos la miraron; nada más.
¿Qué podían hacer? Estaban inertes; no eran más que tres mujeres tontas y un
montón de niños.
—Está bien, está bien
—gritó la mujer—. Vosotros, vosotros subid ahí arriba deprisa y traed un par de
gallinas. Y ustedes —les dijo a las mujeres— hagan que alguien vuelva corriendo
a la ciudad a buscar un médico. Deprisa. Deprisa. No tenemos ni un segundo que
perder.
—Pero ¿qué podemos hacer
ahora por la niña? —preguntó una de las mujeres.
—Miren lo que hay que hacer
—dijo la mujer.
Volvió a arrodillarse al
lado de la niña y examinó la herida. La hinchazón había aumentado. Sin vacilar
un instante la mujer pegó la boca a la herida. Succionó y succionó, deteniéndose
cada varios segundos y escupiendo lo que tenía en la boca. Sólo quedaban unos
cuantos niños y una de las catequistas. Lo contemplaban todo con una
fascinación y una admiración horrorizadas. La cara de la niña cambió a una
palidez de tiza y perdió el conocimiento. La mujer escupió saliva mezclada con
veneno. Luego se levantó y corrió hasta el arroyo. Se enjuagó la boca y emitió
un gorgoteo furioso.
Llegaron los niños con las
gallinas. Tres gallinas grandes y rollizas. La mujer agarró por las patas a una
de ellas y la abrió en canal con una navaja. La sangre caliente se deslizó por
encima de la herida de la niña.
—La sangre absorbe lo que
queda de veneno —explicó.
Cuando la gallina se puso
verde, le rajó la panza a otra y la pegó a la herida.
—Venga —dijo—, ahora
levántenla y llévenla a la tienda. Esperaremos allí al médico.
Los niños corrieron raudos
hacia la tienda con la niña bien acomodada sobre los brazos de unos y otros.
Cruzaban el puente cuando la catequista dijo: —La verdad es que no sé cómo
podríamos agradecerle lo que está haciendo. Ha sido tan, tan…
La mujer la apartó a un
lado y apretó el paso por el puente. Las aftas le quemaban insoportablemente a
causa del veneno, y se sintió muy mal al pensar en lo que había hecho.
Comentarios
Publicar un comentario