TRÁEME TU AMOR - Charles Bukowski / Ilustraciones de Robert Crumb
Harry bajó por la escalera hasta el jardín. Allí estaban muchos de los pacientes. Le habían dicho que allí estaba su mujer, Gloria. La vio sentada a una mesa, sola. Se acercó a ella en diagonal, por un lado y un poco por detrás. Caminó alrededor de la mesa y se sentó frente a ella. Gloria estaba muy erguida y muy pálida. Lo miró pero no lo vio. Entonces lo vio.
—¿Eres el revisor? —preguntó.
—¿El revisor de qué?
—El revisor de la verosimilitud.
—No, no lo soy.
Estaba pálida y tenía ojos de un azul muy, muy pálido.
—¿Cómo te sientes, Gloria?
Era una mesa de hierro pintada de blanco, una mesa que duraría siglos. En
el centro había un pequeño florero donde unas flores mustias, apagadas,
colgaban de tallos tristes y marchitos.
—Eres un putañero, Harry. No haces más que follar putas.
—No es cierto, Gloria.
—¿También te la chupan? ¿Te chupan la polla?
—Pensaba traer a tu madre, Gloria, pero está en cama con gripe.
—Esa vieja bruja siempre está en cama con algo… ¿Eres el revisor?
Había pacientes en otras mesas o de pie contra los árboles o tendidos en el
césped. Todos inmóviles y en silencio.
—¿Qué tal es aquí la comida, Gloria? ¿Tienes amigos?
—Terrible. Y no. Putañero.
—¿Quieres algo para leer? ¿Qué puedo traerte?
Gloria no respondió. Levantó la mano derecha, la miró, cerró el puño y se
pegó de lleno en la nariz, con fuerza. Por encima de la mesa, Harry le sujetó
las dos manos.
—¡Gloria, por favor!
Gloria se echó a llorar.
—¿Por qué no me traes bombones?
—Gloria, me dijiste que detestabas los bombones.
Por las mejillas de Gloria rodaban abundantes lágrimas.
—¡No detesto los bombones! ¡Me encantan los bombones!
—No llores, Gloria, por favor… Te traeré bombones, lo que quieras… Escucha,
he alquilado una habitación en un motel a un par de calles, sólo para estar
cerca de ti.
Aquellos ojos pálidos se agrandaron.
—¿Una habitación de motel? ¡Estás allí con una puta de mierda! ¡Veis juntos
películas porno y hay un espejo de los que ocupan todo el techo!
—Estaré cerca un par de días, Gloria —dijo Harry con voz tranquilizadora—.
Te traeré todo lo que quieras.
—Entonces tráeme tu amor —exclamó—. ¿Por qué demonios no me traes tu amor?
Algunos de los pacientes volvieron la cabeza y miraron.
—Gloria, estoy seguro de que no hay nadie que se preocupe por ti tanto como
yo.
—¿Así que quieres traerme bombones? ¡Pues métetelos en el culo!
Harry sacó una tarjeta de la cartera. Una tarjeta del motel. Se la entregó
a Gloria.
—Quiero darte esto antes de que me olvide. ¿Te dejan llamar al exterior? No
dudes en llamarme si precisas algo.
Gloria no respondió. Cogió la tarjeta y la dobló hasta formar un pequeño
cuadrado. Después se agachó, se quitó uno de los zapatos, metió la tarjeta
dentro y se lo puso de nuevo.
Entonces Harry vio que el doctor Jensen se acercaba atravesando el jardín.
Sonriente, el doctor Jensen se detuvo delante de ellos.
—Bueno, bueno, bueno… —dijo.
—Hola, doctor Jensen.
En las palabras de Gloria no había emoción.
—¿Puedo sentarme? —preguntó el médico.
—Por supuesto —dijo Gloria.
El médico era un hombre corpulento. Rezumaba corpulencia y responsabilidad
y autoridad. Sus cejas parecían gruesas y pesadas, eran gruesas y pesadas.
Querían deslizarse hacia aquella boca circular y húmeda y desaparecer, pero la
vida se lo impedía.
El médico miró a Gloria. El médico miró a Harry.
—Bueno, bueno, bueno —dijo—. Estoy muy contento con el progreso que hemos
hecho hasta ahora…
—Sí, doctor Jensen. Le estaba contando a Harry lo estable que me siento, lo
que me han ayudado las consultas y las sesiones de grupo. Se me ha ido en gran
medida aquella ira irracional, aquella frustración inútil y buena parte de
aquella autocompasión tan destructiva…
Gloria, las manos cruzadas sobre el regazo, sonreía.
El médico miró a Harry con una sonrisa.
—Gloria ha tenido una notable recuperación.
—Sí —dijo Harry—, me he dado cuenta.
—Creo, Harry, que en muy poco tiempo más tendrá a Gloria con usted en casa.
—Doctor —dijo Gloria—, ¿me da un cigarrillo?
—Por supuesto —respondió el médico sacando un paquete de cigarrillos y
haciendo asomar uno con un golpecito. Gloria lo sacó y el médico alargó la mano
haciendo funcionar el encendedor bañado en oro. Gloria inhaló, exhaló…
—Tiene bellas manos, doctor Jensen —dijo.
—Muchas gracias, querida.
—Y una bondad que salva, una bondad que cura…
—Bueno, aquí hacemos lo que podemos… —dijo el doctor Jensen con voz suave—.
Ahora, si me disculpan, iré a hablar con otros pacientes.
Levantó con facilidad el corpachón de la silla y fue hacia una mesa donde
había otra mujer visitando a otro hombre.
Gloria miró a Harry.
—¡Gordo imbécil! ¡Almuerza con mierda que cagan las enfermeras!
—Gloria, me ha encantado verte, pero hice un viaje largo y necesito
descansar un poco. Y creo que el médico tiene razón. He notado cierta mejoría.
Gloria se echó a reír. Pero no era una risa alegre, era una risa falsa,
como ensayada.
—No he mejorado nada; más bien he empeorado…
—Eso no es cierto, Gloria…
—Yo soy la paciente, Cabeza de Pez. Me puedo diagnosticar mejor que nadie.
—¿Qué es eso de «Cabeza de Pez»?
—¿Nadie te ha dicho nunca que tienes la cabeza parecida a la de un pez?
—No.
—La próxima vez que te afeites, fíjate. Y procura no cortarte las agallas.
—Ahora me voy… pero mañana te visitaré de nuevo.
—La próxima vez trae al revisor.
—¿Estás segura de que no quieres nada?
—¡Vuelves a la habitación de ese motel sólo para follar a una puta!
—¿Qué te parece si te traigo un ejemplar de la New York? Te gustaba esa
revista…
—¡Métete New York en el culo, Cabeza de Pez! ¡Y después, métete Time!
Harry se inclinó sobre la mesa y apretó la mano con la que ella se había
golpeado la nariz.
—Sigue así, no te desanimes. Pronto te vas a poner bien…
Gloria no dio señales de haberlo oído.
Harry se levantó despacio, dio media vuelta y caminó hacia la escalera. Al
llegar a la mitad de los escalones, miró hacia atrás y saludó a Gloria con la
mano. Ella seguía inmóvil.
Estaban en la oscuridad, follando bien, cuando sonó el teléfono.
Harry siguió, y también el teléfono. Era muy molesto. Pronto se le ablandó
la polla.
—Mierda —dijo mientras rodaba hacia un lado. Encendió la luz y cogió el
teléfono.
—Hola.
Era Gloria.
—¡Estás follando a una puta!
—Gloria, ¿te dejan hablar por teléfono tan tarde? ¿No te dan una pastilla
para dormir o algo por el estilo?
—¿Por qué tardaste tanto tiempo en coger el teléfono?
—¿Tú nunca cagas? Estaba en plena acción cuando se te ocurrió llamar.
—No lo dudo… ¿Vas a terminar de hacerlo cuando hayas logrado que cuelgue?
—Gloria, es esa maldita paranoia extrema lo que te ha llevado al sitio
donde estás.
—Cabeza de Pez, mi paranoia ha anunciado muchas veces una inmediata verdad…
—Oye, estás diciendo incoherencias. Trata de dormir un rato. Mañana iré a
verte.
—¡Sí, Cabeza de Pez, termina de follar!
Gloria colgó.
Nan, con la bata puesta, estaba sentada en el borde de la cama; en la
mesilla de noche tenía un whisky con
agua. Encendió un cigarrillo y cruzó las piernas.
—¿Y? —preguntó—. ¿Cómo está la dulce esposa?
Harry se sirvió un trago y se sentó al lado.
—Lo siento, Nan…
—¿Qué dices? ¿Hablas de mí, de ella o de qué?
Harry apuró su trago de whisky.
—No hagamos de esto una maldita telenovela.
—¿Ah, sí? Bueno, ¿qué quieres que sea entonces? ¿Un simple revolcón? ¿Vas a
tratar de terminar lo que empezaste? ¿O prefieres ir al baño a cascártela?
Harry miró a Nan.
—Maldita sea, no te hagas la lista. Conocías tan bien como yo la situación.
¡Quisiste acompañarme!
—¡Lo hice porque sabía que si no venía traerías a una puta!
—Mierda —dijo Harry— otra vez esa palabra.
—¿Qué palabra? ¿Qué palabra?
Nan vació el vaso y lo arrojó contra la pared.
Harry se levantó y fue a buscarlo, lo llenó de nuevo y se lo entregó a Nan;
después llenó el suyo.
Nan miró el vaso, tomó un sorbo y lo dejó sobre la mesilla de noche.
—¡Voy a llamarla, voy a contarle todo!
—¡Ni lo sueñes! ¡Es una mujer enferma!
—¡Y tú eres un hijo de puta enfermo!
En ese momento volvió a sonar el teléfono. Estaba en el suelo, en el centro
de la habitación, donde lo había dejado Harry. Los dos saltaron de la cama
hacia él. Al sonar por segunda vez, ambos agarraron el auricular. Rodaron una y
otra vez sobre la alfombra, resoplando, todo brazos y piernas y cuerpos
desesperadamente yuxtapuestos como reflejó con fidelidad el espejo que ocupaba
todo el techo.
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