Maten al rey, vivan en paz

Como seres pensantes, o al menos contemplativos, una serie de frases armadas calaron hondo en nosotros, formándonos una ideología que defendemos a capa y espada, pero usamos la palabra por pacifistas o temerosos y así nos afianzamos como dueños de un saber que no conocemos del todo.

El estado es una mierda, sinónimo de explotación, pero no sabemos librarnos de él y le damos de comer con quejas y fuerza de trabajo. No está en nuestros planes hacerlo desaparecer, sino que optamos por imaginar que hay un estado bueno y uno malo, como en algún momento alguien creyó que el mismo dios no podía ser tan bipolar como para hacer que lo bueno y lo malo se dieran como actos de su misma mano, por lo que inventaron al diablo. Veo a un empleado que va en el tren mientras lee por arriba un PDF en el que Nietzsche maldice al estado. El tipo abre los ojos y lo comparte en Facebook mientras pasa la tarjeta SUBE por el molinete y le pregunta una dirección al rati de la esquina. Otro pibe, estudiante de la universidad, se clavó los textos más grandes de Foucault, pero ve que en el partido de La Matanza pusieron cámaras, luces y gendarmes, entonces ahora camina más seguro por las noches, cuando viene de estudiar. Estos personajes no odian al estado, sino que tienen la utópica idea de que pueden aparecer personas honestas y sacrificadas, dispuestas a convertir al parlamento en el olimpo de la verdad

¿Qué verdad?

El patriota quiere una cosa, la misma que aterra al ácrata, ambos coinciden en que no hay que violar o asesinar, pero ¿cuándo el asesinato es necesario? La cadena de conocimientos y posturas previas, que caracterizan a estos dos ejemplos, aparece ante una situación crítica y el fantasma de la moral, que subyace en ambos del mismo modo, toma conciencia y control de sí. Una moral impuesta que va más allá de la ideología; una moral de dios y el estado.

Todos somos, nadie es

No puedo imaginar que alguien crea en Dios… simplemente no soy capaz de permitir un rey que habita en el cielo y digita lo que aquí nos sucede. Nadie es tan boludo para creer en dios, pero sí lo suficientemente enajenado para tener miedo. Porque desde chicos se nos castiga por no cumplir, por no superar una serie de niveles que se nos impusieron por capricho y que, además, venían con la amenaza del fracaso y el castigo. Obedecer y “hacer bien” tenían su recompensa, pero el niño descarriado era blanco de castigos y designado al fracaso social. Una ley intangible pesó siempre sobre nosotros, el más callejero se arrepiente de no haber terminado la secundaria y el pobre confía en la tarea de esforzarse para que sus crías tengan un mejor porvenir. Este sacrificio requiere a un joven obediente y cumplidor, lo mismo que se espera de un empleado o un feligrés cualquiera.
El temor a fracasar, al castigo y el destierro es tan grande en las personas, que automáticamente se aferran a una ideología para contrarrestar el peso de su libertad. Si dios no existe, cualquiera se lo inventa para tener un pretexto, sino ¿a quién temer?
Porque el estado es humano, es un sistema pensado y, por tanto, criticable. Pero dios no. La cultura puede eludirse; mañana es posible vivir en otro país en el que no me vean raro por alimentarme diferente. Pero dios es universal, todos lo siguen y ahí hay que ir y eso hay que seguir porque sí, porque ES LO QUE SE HACE y nada más. A la autoridad, nos enseñaron, no se la cuestiona ¿Soy tan capaz como para cuestionar a dios?

Como no sºy capaz, como no me puedo permitir la rebeldía y la responsabilidad de cada uno de mis actos, me aferro a un dios y una ideología que conduce mis pasos. Me muevo dentro del espacio que me cuida mientras me ordena qué cosas hacer y qué cosas no. Cuando Buda le dijo a sus discípulos cómo era el camino hacia el Nirvana, ellos le idolatraron y se vieron por debajo de él, como hoy hace cualquiera que pone las rodillas en el suelo por un sueldo, una pertenencia y un patrón que lo guíe. El hambre es un fracaso dentro de la sociedad cuando me lo merezco por no haber cumplido, lo mismo que caer en la prisión o cometer una locura.

Dejemos de buscar santos y así no vamos a necesitar del edén que nos vende el parlamento. El asalariado que llora por los pobres y trabaja doce horas para un rico es funcional al hambre en cuanto que no se revela y se banca el proceso. Todo culo busca cagar en bandejas de plata y mirar con ojos llorosos cuando otro ha fracasado. “El estado –chillan- debería garantizar esto y aquello”, pero el estado regula pobres y ricos, policías y ladrones, nada más. Hay que sacarse el shampoo de la cabeza y entender que dios no es amor y que, al mismo tiempo, el amor no es digno de la libertad.



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