Ducasse - Los cantos de Maldoror
III
Mervyn está en su
habitación; ha recibido una carta. ¿Quién le escribe una carta? Su inquietud
le ha impedido dar las gracias al agente postal. El sobre tiene los bordes en
negro, y las palabras han sido escritas de manera apresurada. ¿Le llevará esa
carta a su padre? ¿Y si el firmante se lo prohibe expresamente? Lleno de
angustia, abre la ventana para respirar los aromas de la atmósfera; los rayos
de sol reflejan sus prigmáticas irradiaciones sobre los espejos de Venecia y
las cortinas de damasco. Deja la misiva a un lado, entre los libros de cantos
dorados y álbumes con cubierta de nácar esparcidos sobre el cuero repujado que
recubre la superficie de su pupitre escolar. Abre el piano y hace correr sus
afilados dedos sobre las teclas de marfil. Las cuerdas de latón no suenan. Este
aviso indirecto le induce a recoger el papel vitela: pero éste retrocede, como
si hubiera sido ofendido por la vacilación del destinatario. Preso de esa
trampa, la curiosidad de Mervyn crece y abre el trozo de papel preparado. Hasta
ese momento sólo había visto su propia escritura. «Muchacho, me intereso por
usted, quiero hacer su felicidad. Le tomaré como compañero y realizaremos
largas peregrinaciones a las islas de Oceanía. Mervyn, sabes que te amo y no
tengo necesidad de probártelo. Me concederas tu amistad, estoy persuadido de
ello. Cuando me conozcas más, no te arrepentirás de la confianza que me hayas
testimoniado. Yo te preservaré de los peligros a que te lleve tu
inexperiencia. Seré para ti un hermano y no te faltarán los buenos consejos.
Para más largas explicaciones, hállate pasado mañana por la mañana, a las cinco,
en el puente del Carrusel. Si no hubiera llegado yo, espérame, aunque espero
llegar a la hora exacta. Haz tú lo mismo. Un inglés no perderá fácilmente la
ocasión de ver claro en sus asuntos. Muchacho, te saludo, y hasta pronto. No
enseñes esta carta a nadie». -«Tres estrellas en vez de firma», exclama Mervyn,
«y una mancha de sangre en la parte inferior de la hoja». Abundantes lágrimas
corren sobre las curiosas frases que sus ojos han devorado y abren a su
espíritu el campo ilimitado de los horizontes inciertos y nuevos. Le parece
(sólo después de acabar la lectura) que su padre es un tanto severo y su madre
demasiado majestuosa. Posee razones que no han llegado a mi conocimiento y,
por lo tanto, no os podré transmitir, para insinuar que tampoco está de
acuerdo con sus hermanos. Esconde la carta en su pecho. Sus profesores
observaron que ese día no parecía el mismo: sus ojos estaban desmesuradamente
ensombrecidos, y el velo de la reflexión excesiva había descendido sobre la
región periorbitaria. Cada una de los profesores enrojeció, por miedo a no
encontrarse a la altura intelectual de su alumno, y, sin embargo, éste, por
primera vez, descuidó sus deberes y no trabajó. Por la noche, la familia se
reunió en el comedor, decorado con retratos antiguos. Mervyn admira las
fuentes repletas de viandas suculentas y las frutas aromáticas, pero no come;
los chorros policromos de los vinos del Rhin y el espumoso rubí del champán,
engastándose en las estrechas y altas copas de cristal de Bohemia, permanecen incluso
indiferentes a su vista. Apoya su codo en la mesa y queda absorto en sus
pensamiento, como un sonámbulo. El comodoro, de rostro curtido por la espuma
de los mares, se inclina al oído de su esposa: «El mayor ha cambiado de
carácter desde el día de la crisis, se dejaba llevar demasiado por las ideas
absurdas; hoy está mucho más ensimismado que de costumbre. Desde luego, yo no
era así cuando tenia su edad. Haz como si no te dieras cuenta de nada. Ahora es
cuando un remedio eficaz, material o moral, sería de fácil empleo. Mervyn, tú
que gustas de la lectura de libros de viaje y de historia natural, voy a leerte
un relato que no te disgustará. Escuchadme con atención, y cada uno sacará
provecho, yo el primero. Y vosotros, niños, por la atención que sabréis prestad
a mis palabras, aprended a perfeccionar el diseño de vuestro estilo, y a
da-ros cuentas de las menores intenciones de un autor». ¡ Cómo si aquella
nidada de adorables chiquillos hubiera podido comprender lo que era la
retórica! Dice, y, a un gesto de su mano, uno de los hermanos se dirige hacia
la biblioteca paterna y vuelve con un volumen bajo el brazo. Mientras tanto,
habían quitado los cubiertos y la platería, y el padre tomó el libro. A la palabra
electrizante, viajes, Mervyn alzó la cabeza y se esforzó en poner término a sus
meditaciones inoportunas. El libro fue abierto hacia la mitad, y la voz metálica
del comodoro dio pruebas de que aún era capaz, como en los días de su gloriosa
juventud, de dominar el furor de los hombres y de las tempestades. Mucho antes
de que terminara la lectura, Mervyn recayó sobre sus codos, ante la
imposibilidad de seguir por más tiempo el razonado desarrollo de las frases de
trámite y la saponificacion de las obligadas metáforas. El padre exclama:
«Esto no le interesa, leamos otra cosa. Lee tú, mujer, serás más feliz que yo
si alejas la tristeza diaria de nuestro hijo». La madre ya no tiene esperanza;
sin embargo, se apodera de otro libro, y el timbre de su voz de soprano suela
melodiosamente en los oídos del producto de su concepción. Pero, después de
algunas palabras, el desaliento le invade y, por sí misma, deja la
interpretación de la obra literaria. El primogénito exclama: «Voy a
acostarme». Se retira, los ojos bajos con una fría fijeza, sin añadir nada más.
El perro comienza a lanzar un lúgubre ladrido, pues no encuentra esa conducta
natural, y el viento del exterior, penetrando desigualmente por la fisura
longitudinal de la ventana, hace vacilar la llama, disminuida por las dos
cúpulas de cristal rosado de la lámpara de bronce. La madre apoya las manos en
su frente, y el padre eleva los ojos al cielo. Los hijos arrojan miradas
azoradas al viejo marino. Mervyn cierra la puerta de su cuarto con doble vuelta
de llave y su mano resbala rápidamente sobre el papel: «He recibido su carta
a mediodía y espero me perdone si le he hecho esperar la respuesta. No tengo
el honor de conocerle personalmente y no sabia si debía escribirle. Pero como
la descortesía no se aloja en esta casa, he resuelta tomar la pluma para
agradecerle calurosamente el interés que se toma por un desconocido. Dios me
guarde de no mostrar reconocimiento por la simpatía con que me colma. Conozco
mis imperfecciones y eso no me hace ser más orgulloso. Pero si es conveniente
aceptar la amistad de una persona mayor, también lo es hacerle comprender que
nuestros caracteres no son iguales. En efecto, usted parece ser de más edad
que yo, puesto que me llama muchacho, pero aun así conservo dudas sobre su
verdadera edad. Entonces ¿cómo conciliar la frialdad de sus silogismos con la
pasión que de ellos se desprende? Es cierto que no abandonaré el lugar que me
ha visto nacer para acompañarle por comarcas lejanas; eso sería posible a
condición de pedirle antes a los autores de mis días un permiso impacientemente
esperado. Pero como me ha ordenado que guarde secreto (en el sentido elevado al
cubo de la palabra) sobre este asunto espiritualmente tenebroso, me apresuraré
a obeceder su incontestable prudencia. Por lo que parece, no afrontaría con
placer la claridad de la luz. Puesto que da a entender su deseo de que yo tenga
confianza en su persona (deseo que no está fuera de lugar, me agrada
confesarlo), le ruego que tenga la bondad de testimoniar, por lo que me toca,
una confianza análoga, y de no tener la pretensión de creer que estoy tan
alejado de su opinión como que para que pasado mañana por la mañana, a la hora
indicada, no acuda puntualmente a la cita. Saltaré el muro que rodea el parque,
pues la verja estará cerrada, y nadie será testigo de mi partida. Para hablar
con franqueza, qué no haría yo por usted, cuyo inexplicable afecto ha sabido en
seguida revelarse ante mis deslumbrados ojos, sobre todo asombrados de tal
prueba de bondad, la cual estoy seguro nunca habría esperado. Porque no le conocía.
Ahora le conozco. No olvide la promesa que me ha hecho de pasear por el puente
del Carrusel. En el caso de que yo pase por allí, tengo la absoluta certeza de
que le encontraré y le estrecharé la mano, con tal de que esa inocente manifestación
de un adolescente que todavía ayer se inclinaba ante el altar del pudor no le
ofenda con su respetuosa familiaridad. Por otra parte, ¿no es confesable la
familiaridad en el caso de una fuerte y ardiente intimidad, cuando el extravío
es serio y convicto? ¿Y qué mal existiría después de todo, se lo pregunto, en
que le diga adiós de paso, cuando pasado mañana, llueva o no, hayan dado las
cinco? Apreciará, gentleman, el tacto con que he concebido mi carta, pues no
me permito, en una simple hoja, apta para perderse, decirle algo más. Su
dirección al final de la página es un jeroglífico. He necesitado casi un cuarto
de hora para descifrarlo. Creo que ha hecho bien en trazar las palabras de una
manera microscópica. Me dispenso de firmar, y en esto le imito: vivimos en un
tiempo demasiado excéntrico como para asombrarse un instante de lo que podría
ocurrir. Sería curioso saber cómo ha averiguado el lugar en donde mora mi
glacial inmovilidad, rodeada de una larga hilera de salas desiertas, inmundos
osarios de mis horas de hastío. ¿Cómo lo diría? Cuando pienso en usted, mi
pecho se agita, resonante como el derrumbamiento de un imperio en decadencia,
pues la sombra de su amor acusa una sonrisa que tal vez no exista: ¡es una
sombra tan vaga y mueve sus escamas tan tortuosamente! En sus manos dejo mis
impetuosos sentimientos, piezas de mármol completamente nuevas, y virgenes
aún de todo contacto mortal. Tengamos paciencia hasta los primeros fulgores del
crepúsculo matinal, y, en espera del momento que me arrojará en el entretejido
horroroso de sus brazos pestíferos, me inclino humildemente ante sus rodillas,
que abrazo». Después de haber escrito esta carta culpable, Mervyn la lleva al
correo y vuelve a meterse en la cama. No penséis encontrar en ella a su ángel
guardián. La cola de pez sólo volará durante tres días, es verdad, pero, ¡ ay!,
por eso la viga no estará menos quemada, y una bala cilindro cónica atravesará
la piel del rinoceronte, a pesar de la muchacha de nieve y el mendigo. El loco
coronado habrá dicho la verdad sobre la fidelidad de los catorce puñales.
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