Charlar con ladrillos o armar con música -


Una mirada surrealista del habla


El habla, como cabeza de la comunicación, deja de ser comunicación para volverse cultura. Ya no se comunica porque no hay información; el habla es una exigencia.
Hablamos para informar una disconformidad; las palabras son pedidos constantes. “Servime”, “pagame”, “te hago” y “me hacés”. Por otro canal (no por eso ajeno al anterior) está la comunicación social, la que toca el costado emotivo y trágico, la frívola máquina de la charla aburrida. No entendamos al aburrimiento como como el ocio ¡Pido que no lo confundan con nuestro ocio, aquel que no sabe de bostezos y se pierde en un inodoro multicolor! Hablo acá de <<lo que se hace porque se hace, lo correcto, lo indeleble>>, las costumbres rancias del mundano


El humano; un aburrido llano


“Fue un momento épico”, “es algo brillante”, “me rompió el bocho”, “¡Mortal!”; meras expresiones culturales de las que es preciso salir. Hablar por hablar, como se habla en las urbes y en los campos, de un modo tan real, tan ajeno al surrealismo que causa diarrea… El humano que repite, el que repite para que se repita, el humano rancio ¿Qué pasaría si un perro se ahorcara en tu baño?, ¿Si un niñito hablara con la pared? Es triste no percibir aquello que no se ha ordenado, lo que refulge en quien es porque es.
El hombre aburrido vive, se aferra a vivir bajo unas leyes que le controlan el verbo y la piel. Está cortado en fetas, en láminas blandas que pronto se fundirán por completo. El humano nació caído de culo porque le dijeron que así tenía que ser. El humano gritó <<esto sí, esto no>> porque le ordenaron pensar así. El humano usa artilugios que penden de un hilo y se levantan con el orgullo, que brota como pus de sus ojos. Tiene una Fe que no se explica, no hace más que Creer. Sus convicciones le importan en tanto que sean conocidas. Las cambia cuando no funcionen, cuando no lucren. Está muerto, pero vive con ánimos de perro labrador.

Pero los locos no hablamos así, no decimos tanto, ni lo sabemos, ni nos importa.

Un solitario perdido entre la multitud.


Imaginemos que vamos deambulando por una ciudad desconocida, con un clima y unas costumbres tan distintas de las nuestras, que acabamos pensando en que estamos en “otro mundo”. Mi percepción sobre aquello que se me presenta estará determinada por experiencias, mas no tengo otra experiencia que la propia, por ende, comparo lo que observo con lo que ya conozco.
Un monumento terrible se alza frente a mí, su imagen me causa temor y asombro. Pero el vecino se siente abrigado por aquel titán de acero y me desdeña por mis rarezas. Tiene otro tipo de experiencia acerca de cómo deben ser las cosas. Ambas percepciones han sido tocadas por una cultura, algo que promulgó leyes y acuerdos. Existe lo que está bien y lo que está mal para mí y es de tal modo; pero también existe un modo (o más) opuesto al mío.
Como un inmigrante nos percibe aquel que habla cuando no logra una respuesta (esperada). El “uno” se resiste al “ser con uno”, no quiere aplanarse (como expresa Heidegger). Esa oposición, entonces, necesita buscar sus propias coincidencias.



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