Perec Georges - La denuncia

 

La denuncia

1941

El comerciante de telas había contraído una deuda con mi padre y decidió denunciarlo a las S.S.; al mismo tiempo que a mi padre, denunció a su propio hijo (o bien a un simple empleado) que a la sazón difundía periódicos clandestinos.

Es mucho más confuso que esto. Pero es esto.

Las S.S. vienen a detenernos. Llevan uniformes negros y cascos muy ajustados, esféricos, como máscaras. Se disponen a detener también al jefe, pero este me levanta la cabeza y señala la pequeña cicatriz que tengo bajo el mentón.

Cruzamos la ciudad.

Si pudiésemos ir a tomar un café. Esto parece muy simple, pero es imposible. Ya he renunciado. El casino, además, está cerrado, o prohibido para los judíos. Sin embargo una luz brilla en el interior.

Volvemos sobre nuestros pasos. Pasamos de nuevo por delante de la tienda del comerciante de telas. Es una tienda en la esquina de dos calles; arquitectura neogótica (torreta, matacán). Tiene un aire coquetón. La miramos con justificada amargura.

Llegamos a la estación.

Desbarajuste.

Sé lo que nos espera. No tengo esperanza. Acabar lo antes posible. O si no, un milagro… Un día, ¿aprender a sobrevivir?

Mi padre hunde su bota izquierda en el agua helada de un estanque. De este modo cree reavivar una herida muy antigua y quizás transformarse. Pero todo el mundo le mira con indiferencia.

Nos meten en una habitación reservada a los monstruos. Dos críos pequeños, unidos por encima de las rodillas, niño y niña, desnudos, se retuercen como gusanos. Yo mismo me he convertido en una serpiente (¿o era en un pez?).

Al final de un largo viaje en barco llegamos al campo de concentración.

Nuestros guardianes, torturadores con cara de degenerados, pálidos, congestionados, crueles, estúpidos, desempeñando funciones con nombres ridículos: «Encargados de la desinfección de las ? (¿de las lombrices?)», «Asociados a la Conversación de los ? (¿a poner en conserva?)».

Enseguida sus caretos se enmarcan con florituras, filetes, viñetas; todo se convierte en un álbum que hojeo, un álbum conmemorativo, bonito como un programa de teatro, con anuncios al final…

Estoy de vuelta en esta ciudad. Hay una gran ceremonia del recuerdo. Asisto, asqueado, escandalizado y finalmente conmovido.

Aparezco en medio de la multitud. Hay una fiesta. Muchos discos tirados por ahí, buscamos uno para ponerlo sobre el plato de un pequeño tocadiscos. Estallo en sollozos. J. L. me lo reprocha.

Soy un niño pequeño. En el arcén de la carretera, paro a un conductor y le pido que se atreva a pedirle de mi parte al jardinero del gran huerto la pelota que se ha colado por encima del muro (y, al anotar esto, vuelve el recuerdo real: 1947, rue de l’Assomption, yo jugaba a la pelota contra la tapia del convento, justo enfrente de nuestro edificio).





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