Una perspectiva más sobre el trabajo - por Martín Cahais


Ardua tarea


La hormiga negra camina en fila al compás de sus paisanas y no cesa con las labores de supervivencia que todos conocemos. Tiene días en los que recolecta y otros en los que se dedica a otras cosas, seguramente alimento. Los humanos valoramos el “trabajo de hormiga”, y solemos adjudicarle el título a aquellas acciones premeditadas que constan de un esfuerzo gradual y siempre expectante. Para nosotros no hay esfuerzo mejor que el de las hormigas; mejor porque son máquinas en sí mismas con eso de tolerar hasta tres veces su propio peso y diligencia al esfuerzo.

La travesía del obrero


La historia del ser humano cuenta con hormigueros titánicos que, por tener el nombre de esclavitud, conocemos como algo malo, o por lo menos negativo.
Imagino la construcción del Titanic, el barco más famoso después del Sanma. Una construcción imperial, no tiene nada que envidiar a muchas obras monumentales de la historia que usted conocerá mejor que yo. Hombres trabajando hasta el cansancio, obligados a levantar mucho más que su propio peso triplicado y a descansar sólo por la noche y, tal vez, los domingos, como dios manda… ¿Alguien conoce a un constructor que se haya hecho rico? Pero no hay que detenerse en un barco de película, sino que basta con ver las enormes ciudades que nos rodean, a pesar de vivir en la periferia.
Calles de pavimento, cavadas por hombres y máquinas u hombres – máquina. Edificios que se vuelven finitos frente a la necesidad e inaccesibles para las columnas de quienes los levantaron. El tren, esa gran cinta transportadora, capaz de acortar distancias y tiempos de producción a cualquier costo. Los medios de transporte, generalizados a partir de su función cabal, son una obra en sí. La fábrica, que precisó de la escuela y la no-escuela; de la inclusión y la exclusión y repetidas contradicciones para realizarse, para volverse una institución necesaria.
El trabajo humano está regulado, por tanto, el humano es regulado mediante el trabajo.

El obrero es analizado por las diferentes ramas científicas, clasificado y caracterizado de un modo u otro. Tenemos ideologías que pretenden ponderarlo como una masa capaz de gobernarse a sí misma, otras, en cambio, ridiculizan al trabajador como si fuera un sujeto al cual se debe proteger y por otro lado se lo trata, con más sinceridad, como a un simple número.

¿Cómo sería capaz el humano de continuar trabajando si comprendiera estas cosas? La respuesta es obvia, y es que, en el fondo, lo sabe.
El obrero mira al patrón con impotencia, lo aguanta y lo detesta porque sabe, conoce lo que está pasando. También conoce el mundo allá afuera. Como dijo Dostoyevsky, “sin dinero no se llega a ningún lado”, y nadie lo sabe mejor que el humano.

Pero… ¿A dónde tenemos que llegar?


Ahí viene la respuesta de siempre, a ningún lugar. No tenemos más que el futuro, el pasar del tiempo y la evolución de experiencias que se disuelven con el marchito cuerpo ¿Los viejos se irán en paz recordando sus trabajos?

Tal vez sí…
Como una llaga, el humano carga con el peso de un aparato feroz que se sustenta con el lucro. Es un elíxir que le permite vivir eternamente, morir sólo para mutar y volver a incrementar sus fuerzas. Nadie puede darle una estocada final, un golpe que lo asesine. El aparato es un hormiguero en sí mismo, un panal de abejas y un calamar. La forma, sabemos, es lo que menos importa. Se compone de hormigas y reina en los mil hormigueros del mundo.
Las casas de la reina madre

La reina madre descansa en mil formas también. Etimológicamente, tiene sexo femenino, pero tampoco es menester. La moral, la medalla de honor más preciada, nace con nosotros, como objetivo, desde el bautismo, y no hay que restringirse al agua bendita y los curas, sino al carácter social.
Tenemos un apellido y una fortuna a nuestras espaldas o tenemos deudas y casas hipotecadas o ausencia de casa. De esto dependerá mucho nuestro futuro. Habrá que trabajar en algún momento, por eso es conveniente que estos niños vayan a recibir la mejor educación posible. No importa el conocimiento adquirido, por supuesto, sino el haber cumplido con el trámite, la ceremonia. La juventud se va muriendo entre pasillos del colegio y salones universitarios. Cuando seamos maduros e imputables, ya tendremos edad legal para trabajar y ahí vamos, aunque muchos hayamos trabajado siendo menores de edad, pero eso es otro tema. En la mejor época de la vida nos la pasamos siendo empleados, directa e indirectamente trabajamos para otros. Porque la casa que habitamos nunca nos pertenece del todo, hay que alimentarla con dinero. La educación de nuestros hijos necesita de una modesta inversión; entrar a la fábrica y a la policía no es tan fácil para todos. Recibirse de enfermero, docente o carpintero requiere una habilidad y tiene sus costes. Para aquellos que recurren al estado para cubrir los gastos necesarios del vivir, enfermarse y morir, a esos ya los sentenció el estado con el hambre. Si el dinero es indispensable para llegar a algún lugar, o por lo menos para moverse, el hambre es su sangre.

El gran temor de la humanidad es provocado por el hambre, la intemperie y la oscuridad. Trabajar para tener comida, trabajar para tener un techo; en síntesis, trabajar para vivir, y viceversa.

¿Y eso qué?


Cuando el humano cubre estas necesidades, cuando trabaja para vivir, no hace más que obligar al otro a que trabaje también. El lucro genera dependencia, la alimenta y la promociona como un bien. Se premia el esfuerzo con honores, nunca de un modo remunerativo. Veamos las jubilaciones de los viejos y los sueldos de un funcionario cualquiera. Veamos la edad jubilatoria de un policía y a esos esqueléticos viejitos que pedalean con un carro y sus más de sesenta años a cuestas ¿No hay algo mal ahí? Se ve de lejos, hasta con los ojos cerrados. Unos acceden, otros no. Quienes entran al mundo del trabajo lo valoran y valoran sus pertenencias de un modo tal que estas se vuelven necesarias para vivir. En apariencia, logran saciar la necesidad. El adorno de los feriados y el aguinaldo la vuelven encantadora. Pero el lucro que me gusta, al otro día me tira al piso. Hay que llegar, hay que romperse al medio. El viejo de la camioneta enorme mira con orgullo al cadáver que tiene como esposa “¿Recordás hace cuánto no garchamos?” Tiene ganas de preguntarle, pero le aterra evocar su juventud y verse putrefacto y lleno de comodidades. Otro viejo ya no puede calzarse los pies, le duelen mucho y por eso lo mantiene la esposa. A menudo se emborracha y la quiere matar. Van a morir los dos penando y recordando con ternura alguna navidad o cumpleaños que hayan pasado en familia. Todo pagado con lucro, todo comprado al mejor precio, porque todo precio es el mejor, lo barato no existe en absoluto.

La hormiga iglesia, la hermana escuela, el pibe hospital y la vaca con la teta de goma. Van en fila y tragan cuerpos, los llevan de a montones y dentro del hormiguero los moldean a su gusto. Comen las tripas y luego los mandan a trabajar, como quien pone levadura en agua tibia. Mira al humano desde arriba y se hacen llamar dioses y señores. El obrero, en su pena, paga y se contenta con la moral, el honor más grande que puede recibir. Pero un perro no huele las medallas y acabará soñando con su propia muerte.

Más que miedo, los humanos necesitamos más rabia.




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