Kleist Heinrich Von - El duelo

Ocurrió la noche de San Remigio. Corrían los últimos años del siglo XIV, cuando el duque Wilhelm von Breysach, que se había unido en secreto con una condesa de la casa de Ak-Hüningen llamada Catarina von Heersbruck —ésta era una dama de noble alcurnia, aunque no tanta como la de él, motivo por el cual el duque se había enemistado con su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja—, volvía de un encuentro en Worms con el emperador alemán. En esa entrevista había conseguido de su alteza la legitimación de un hijo natural engendrado con su esposa antes del matrimonio, el conde Philipp von Hüningen, pues todos los hijos legítimos que había tenido después habían muerto. Encaraba el futuro con más optimismo que nunca desde que se pusiera al frente de la casa familiar, cuando de repente, al entrar en el parque que se extendía detrás de su palacio, una flecha disparada desde la oscuridad de los arbustos le atravesó justo por debajo del esternón. El señor Friedrich von Trota, su chambelán, conmocionado por lo sucedido, le trasladó con ayuda de algunos caballeros al palacio, donde, en brazos de su desolada esposa, sólo tuvo fuerzas para leer el acta imperial de legitimación ante una asamblea de vasallos del reino convocada por la dama a toda prisa; aun así, no fue fácil que dicha asamblea reconociera al conde Philipp como heredero al trono, ya que, de acuerdo con la ley, la corona recaía en su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja, pero al fin cumplieron su última voluntad y, a la espera de obtener el beneplácito del emperador, y atendiendo a la minoría de edad del muchacho, nombraron a su madre tutora y regente. Después de esto, el caballero se recostó y murió.

La duquesa accedió al trono inmediatamente, circunstancia que notificó a su cuñado, el conde Jacob Barbarroja, por medio de emisarios. Sucedió entonces lo que algunos caballeros de la corte, que se preciaban de conocer el carácter reservado del conde, habían anunciado: Jacob Barbarroja sopesó prudentemente la situación y, sobreponiéndose al dolor por la injusticia que había cometido su hermano con él, renunció a sus aspiraciones, al menos en apariencia, y se abstuvo de dar ningún paso que pudiera contravenir la última voluntad del duque, deseando de todo corazón a su joven sobrino suerte en el gobierno de la casa familiar. Invitó a los emisarios a su mesa y se mostró en todo momento amable y animado. Según les dijo, desde la muerte de su esposa, que le había dejado en herencia una gran fortuna, disfrutaba de una total independencia en su castillo; se sentía libre y gozaba amando a las nobles damas de la comarca, bebiendo su propio vino y cazando en compañía de sus alegres amigos; la única empresa en que tenía puestas sus esperanzas era una cruzada a Palestina, con que pensaba hacer penitencia por los pecados de una juventud excesivamente frívola que, por desgracia, según él mismo admitió, habían ido en aumento con la edad. Sus dos hijos, que habían sido educados con la esperanza cierta de acceder algún día al trono, le hicieron los más agrios reproches por la apatía y la indiferencia con que, de una forma absolutamente inesperada, consentía aquella humillación, aquel abuso, que tendrían unas consecuencias irreparables. Todo fue en vano. Burlándose de aquellos mozalbetes imberbes, los mandó callar con autoridad. De hecho, el día en que se celebró el sepelio, le siguieron a la ciudad y, cumpliendo con su deber, estuvieron al lado del conde cuando dieron sepultura en la cripta al anciano duque, su tío. Después el conde acudió a la sala del trono del palacio ducal y, como todos los demás grandes de la corte, rindió pleitesía al joven príncipe, su sobrino, en presencia de la madre regente, que le ofreció cargos y dignidades; tras rechazarlos todos regresó a su castillo acompañado por las bendiciones del pueblo, que lo reverenciaba doblemente por su grandeza de ánimo y su mesura.

Una vez que, contra todo lo previsto, la cuestión sucesoria se había resuelto de una manera tan conveniente, la duquesa se aprestó a cumplir con su segunda obligación como regente: emprender las oportunas investigaciones para castigar a los asesinos de su esposo, pues, según se decía, no era uno, sino un grupo muy numeroso que incluso se había dejado ver en el parque. En primer lugar examinó personalmente la flecha que había puesto fin a la vida del duque, tarea en la que la ayudó el señor Godwin von Herrthal, su canciller. De entrada no encontraron nada que pudiera delatar a su propietario, aunque llamaba la atención lo bien trabajada y lo adornada que estaba. Las plumas eran fuertes, tiesas y resplandecientes, e iban colocadas en un astil recio y esbelto, torneado en una oscura madera de nogal; se había utilizado reluciente latón para revestir el extremo anterior y se había reservado el acero para la punta exterior, afilada como la espina de un pez. La flecha parecía haber sido fabricada para la armería de un caballero rico y distinguido que o bien estaba involucrado en pendencias o bien era un gran amante de la caza. La fecha de su fabricación, grabada en la contera, era reciente. Aconsejada por el canciller, la condesa decidió enviar la flecha, provista con el sello de la corona, a todos los talleres de Alemania a fin de encontrar el maestro que la había fabricado y a través de él averiguar quién la había encargado.

Cinco lunas después, el señor Godwin, el canciller en cuyas manos había dejado la duquesa la investigación del crimen, recibió una carta de un maestro armero de Estrasburgo que tres años atrás había fabricado sesenta flechas como ésa, junto con su correspondiente aljaba, para el conde Jacob Barbarroja. Al enterarse de esto el canciller quedó conmocionado y decidió guardar la misiva en un cajón secreto de su escritorio durante varias semanas. Por una parte, creía conocer bien al conde y no dudaba de su nobleza; pese a su vida libertina y disipada, le parecía incapaz de un acto tan abominable como el asesinato de un hermano; por otra parte, aunque era consciente de las muchas virtudes que la adornaban, no conocía lo suficiente a la condesa y aún dudaba de su sentido de la justicia, cuando lo que estaba en juego era la vida de su peor enemigo. Se imponía proceder con la máxima cautela. Mientras tanto, continuó investigando en secreto en la dirección que apuntaba esta pista. Gracias a los corregidores se enteró casualmente de que el conde, que por lo general no solía abandonar su castillo sino en contadas ocasiones, se había ausentado de él la noche del asesinato del duque. Llegado a este punto, consideró su obligación informar de todos los detalles del caso a la duquesa en una de las siguientes sesiones del Consejo de Estado, así como exponer abiertamente sus extrañas y desconcertantes sospechas sobre el conde Jacob Barbarroja y sugerir los dos cargos que cabía formular contra él.

La duquesa, que se sentía dichosa por mantener unas relaciones tan cordiales con su cuñado, y nada temía más que provocar su susceptibilidad dando un paso en falso, al principio no reveló, para la extrañeza del canciller, la menor señal de alegría ante esta confusa noticia; antes bien, después de leer dos veces aquellos documentos con la máxima atención, expresó su profundo disgusto por que un asunto tan dudoso y tan lamentable se abordara públicamente en el Consejo de Estado. En su opinión, debía de tratarse de un error o de una calumnia, y dio orden expresa de que no se utilizase aquella información ante ningún tribunal. De hecho, teniendo en cuenta el extraordinario favor del que gozaba el conde entre el pueblo, donde contaba con partidarios casi fanáticos (sobre todo después de la muerte de su marido, cuando quedara apartado del trono), a la duquesa le parecía sobremanera peligroso ventilar estas sospechas en el Consejo de Estado. Como era previsible que el rumor se extendiese por la ciudad y acabara llegando a los oídos de su cuñado, prefirió informarle de los dos cargos que se habían formulado contra él, aportando los datos en los que se apoyaban en una nota que acompañó de un escrito que rezumaba nobleza y buena voluntad, donde aseguraba que aquellas sospechas sólo podían ser fruto de un insólito malentendido y le suplicaba que, convencida como estaba de antemano de su inocencia, la dispensara de la refutación de las mismas.

Cuando el caballero llegó con el mensaje de la duquesa, el conde, que estaba sentado a la mesa en compañía de sus amigos, se levantó cortésmente de su sillón para recibirle. Todos observaron el porte solemne de aquel hombre, que ni siquiera se sentó para leer la carta, y se apoyó en el arco de la ventana. Sin embargo, apenas hubo acabado, su rostro palideció. Inmediatamente entregó aquellos papeles a sus camaradas diciendo:

—¡Hermanos, mirad qué vergonzosa acusación se ha forjado contra mí por el asesinato de mi hermano!

Lanzando una mirada centelleante al caballero que había traído el mensaje, le quitó la flecha que tenía en la mano y, mientras sus amigos se congregaban en derredor visiblemente inquietos, él, ocultando la angustia que pesaba sobre su alma, confirmó que la saeta le pertenecía y también que la noche de San Remigio se había ausentado de su palacio. Los amigos maldecían la taimada y vil traición, y volvieron la sospecha del asesinato contra los propios acusadores. A punto estaban de echar mano al emisario que había salido en defensa de la duquesa, su señora, cuando el conde, que acababa de leer los papeles por segunda vez, se interpuso entre ellos y el caballero, y exclamó:

—¡Tranquilos, amigos míos!

Tomó su espada, que estaba en un rincón, y acto seguido se la entregó al enviado de la duquesa declarando que era su prisionero. El caballero no podía creer lo que estaba oyendo y, muy afectado, preguntó si efectivamente reconocía los dos cargos que se habían formulado contra él por boca del canciller. El conde respondió por tres veces que sí y añadió que esperaba verse dispensado de aportar pruebas de su inocencia hasta que la duquesa no reuniera formalmente un tribunal a tal efecto. Los caballeros manifestaron su completo desacuerdo con lo que acababa de decir, pues en un caso como aquél el conde no estaba obligado a rendir cuentas más que ante el emperador. Todo fue en vano. Cambiando repentinamente de parecer, el conde apeló a la justicia de la regente y exigió presentarse ante el tribunal del Estado. A continuación se soltó de los brazos de sus camaradas, que trataban de sujetarle, y se asomó a la ventana para pedir sus caballos a fin de, según dijo, ir inmediatamente con el emisario de la duquesa a la prisión de nobles. Sus compañeros de armas le cortaron el paso defendiendo una propuesta que finalmente se vio obligado a aceptar. Entre todos redactaron un escrito dirigido a la duquesa en que exigían un salvoconducto para el conde, como derecho que asistía a todo caballero en casos como aquél, y le ofrecieron una fianza de veinte mil marcos de plata como aval de que comparecería ante el tribunal que ella instaurase y se sometería a todo lo que se dispusiera sobre su persona.

La duquesa, que no contaba con esta inexplicable reacción, viendo los aborrecibles rumores que se extendían entre el pueblo sobre la causa de la denuncia, entendió que lo más adecuado era retirarse y dejar que el emperador en persona decidiera sobre ese litigio. Aconsejada por el canciller, remitió todas las actas referentes al caso y le rogó que asumiera la investigación de este asunto en su calidad de cabeza del Imperio, habida cuenta de que ella era parte interesada. El emperador, que en aquel momento se encontraba en Basilea negociando con la Confederación, accedió a su deseo; reunió allí mismo un tribunal formado por tres condes, doce caballeros y dos asesores jurídicos y, después de conceder al conde Barbarroja un salvoconducto a cambio de la fianza de veinte mil marcos, de acuerdo con la petición que habían presentado sus amigos y la oferta que habían hecho, le exigió que compareciera ante el mencionado tribunal y ante él mismo para dar respuesta y razón de los dos cargos que se formulaban contra él: cómo había llegado a manos del asesino la flecha que, según había admitido, le pertenecía, y cuál era aquel tercer lugar en que había pasado la noche de San Remigio.

Y así, el lunes siguiente a la Santísima Trinidad, el conde Jacob Barbarroja, acompañado por un espléndido séquito de caballeros, apareció en Basilea, conforme al requerimiento que se le había hecho, para responder ante el tribunal. Obvió el primero de los dos cargos que, según dio a entender, le parecía absolutamente imposible de justificar, y se centró en el segundo, que resultaría decisivo para resolver aquel controvertido asunto.

—¡Nobles señores! —empezó diciendo mientras apoyaba las manos en la barandilla y miraba a la concurrencia con sus pequeños ojos refulgentes, ensombrecidos por pestañas rojizas—. Me culpáis a mí, que he dado pruebas suficientes de mi indiferencia ante la corona y el cetro, de la acción más abominable que pueda cometerse, el asesinato de mi hermano, con quien, ciertamente, estaba enemistado, pero no por ello me era menos querido; y como uno de los motivos en que se apoya vuestra acusación alegáis que en la noche de San Remigio, cuando se perpetró el crimen, me ausenté de mi palacio contraviniendo mis costumbres de los últimos años. Bien sé lo que un caballero debe al honor de la dama que le concede su favor en secreto, y bien sabe si cielo que si los hados del infortunio no se hubieran conjurado contra mí, desatando su furor sobre mi cabeza cuando menos lo esperaba, el secreto que duerme en mi pecho habría muerto conmigo y, reducido a polvo, no habría salido a la luz hasta que el sonido de la trompeta del ángel hubiera levantado los sepulcros el día del Juicio llamándome a comparecer ante el tribunal de Dios. Sin embargo, como podéis comprender, la pregunta que Su Majestad Imperial dirige a mi conciencia por vuestra boca me obliga a dejar a un lado cualquier escrúpulo y consideración, y ya que queréis saber por qué ni es probable ni siquiera posible que yo haya tomado parte en el asesinato de mi hermano, bien sea personalmente o mediante terceros, os diré que la noche de San Remigio, en el momento en el que se perpetró el crimen, yo estaba con la bella hija del senescal Winfried ron Breda, la señora Wittib Littegarde von Auerstein, que se me había entregado secretamente.

Hay que tener en cuenta que, hasta el momento en que se elevó esta infamante acusación, la señora Wittib Littegarde von Auerstein, al par que la más bella, también era la mujer más intachable y virtuosa del reino. Después de perder a su esposo, el comandante de plaza Von Auerstein, que había sucumbido a unas fiebres contagiosas pocas lunas después del enlace, la dama se había retirado al castillo de su padre, donde llevaba una vida modesta y discreta. Sólo la insistencia del anciano, que deseaba verla casada de nuevo, conseguía que la señora Wittib Littegarde von Auerstein se dejase ver de vez en cuando en las monterías y banquetes que celebraban los caballeros de la comarca y, muy especialmente, el señor Jacob Barbarroja. En esas ocasiones, eran muchos los condes y señores, de las estirpes más nobles y acaudaladas del país, que se sentían encandilados por ella y acudían a pedir su mano. De todos, quien le resultaba más querido y apreciado era el señor Friedrich von Trota, el chambelán, que en cierta ocasión le había salvado la vida defendiéndola valientemente de la embestida de un jabalí herido en una cacería. Sin embargo, como no quería perjudicar a sus dos hermanos, que contaban con la parte del legado que le correspondería a ella, había hecho oídos sordos a las exhortaciones de su padre y, hasta el momento, no se había decidido a concederle su mano. Es cierto que Rudolf, el mayor de los hermanos, se había casado con una rica dama de la comarca y, después de tres infructuosos años, el matrimonio celebró al fin el nacimiento de un heredero. Ni siquiera en estas circunstancias se atrevió la dama a tomar una decisión, al contrario, preocupada por alguna que otra insinuación más o menos clara, se despidió formalmente del señor Friedrich, su amigo, en una nota que redactó mientras derramaba abundantes lágrimas y, a fin de mantener la unidad de la casa, aceptó una propuesta de su hermano para que ocupara el cargo de abadesa en un convento que se encontraba a las orillas del Rhin, no muy lejos del castillo paterno.

Acababa de elevarse la propuesta ante el arzobispo de Estrasburgo y las gestiones de la familia estaban a punto de dar su fruto, cuando el senescal, el señor Winfried von Breda, recibió la notificación del tribunal reunido por el emperador, en la que se daba cuenta de la deshonra de su hija Littegarde, cuya comparecencia se requería en Basilea para responder de los hechos que el conde Jacob le atribuía. En aquel documento se señalaba la hora y el lugar exactos en que, según la declaración del conde, se habría producido el encuentro secreto entre ambos, e incluso se adjuntaba un anillo que había pertenecido a su difunto marido y que Jacob aseguraba haber recibido de su mano al despedirse de ella como recuerdo de la noche que habían pasado juntos. Este escrito llegó un día en que el señor Winfried se encontraba particularmente indispuesto por los achaques de la vejez; de la mano de su hija, renqueante y entre terribles dolores, recorría la habitación de un lado a otro en un estado de extrema excitación, sintiendo lo cerca que estaba del destino que ha de cumplir todo lo que alienta vida, de modo que, en el momento en que leyó aquel terrible escrito, le sobrevino un ataque y, dejando caer la hoja, se desplomó paralizado. Sus hijos varones, que estaban presentes, le levantaron del suelo desolados y mandaron llamar a un médico que vivía en uno de los edificios contiguos. Sin embargo, todos los esfuerzos que éste hizo para devolverle la vida al anciano fueron en vano; Winfried von Breda entregó el espíritu mientras la señora Littegarde yacía inconsciente recostada en el regazo de una de sus damas de compañía. Cuando se despertó, ni siquiera tuvo el consuelo agridulce de haber pronunciado unas últimas palabras para defender su honor, con las que su padre hubiera partido a la eternidad. Nadie podría describir el horror de sus dos hermanos ante ese desgraciado suceso y la rabia por la ignominia que se imputaba a su hermana, por desgracia tan probable, a quien culparon de la muerte de su padre. En realidad, recordaban muy bien cómo el conde Jacob Barbarroja había hecho la corte a su hermana durante el verano anterior con un incansable afán. Había celebrado varios torneos y banquetes en su honor y siempre la había distinguido entre las demás mujeres presentes, un detalle que entonces les pareció llamativo. Asimismo recordaban que el día de San Remigio, justo a la hora que el escrito señalaba, Littegarde había lamentado que, durante un paseo, se le había perdido el anillo que perteneciera a su marido, ¡qué casualidad que el anillo hubiera aparecido luego en manos del conde Jacob! Dadas las circunstancias, no dudaron ni un instante de que la declaración que éste había prestado ante el tribunal era cierta. Mientras sacaban el cuerpo de su padre de la estancia entre los lamentos de la servidumbre, Littegarde se abrazó a las rodillas de sus hermanos y les suplicó que la escucharan un instante. Inflamado de indignación, Rudolph le preguntó si podía presentar un testigo que desmintiera la inculpación. Cuando ella respondió temblando que, por desgracia, no podía apelar más que a la conducta ejemplar que siempre había mantenido, pues justo aquella noche su doncella había ido a visitar a sus padres y se había ausentado de la alcoba, Rudolph la apartó a puntapiés, desenvainó una espada que colgaba de la pared y, en un desgraciado arranque de ira, cegado por la pasión, llamó a perros y a mozos, y ordenó a su hermana que abandonara la casa y el castillo inmediatamente. Littegarde se levantó blanca como la cal. Mientras soportaba en silencio aquellas humillaciones y malos tratos, le rogó que, por lo menos, le permitiese organizar la partida con tiempo; pero Rudolf, echando espumarajos de rabia por la boca, la apremió a que abandonase el castillo de inmediato. Ni siquiera escuchó a su esposa, que le cortó el paso suplicándole que tuviera indulgencia y humanidad; fuera de sí, la apartó de su camino con la empuñadura de la espada, causándole una herida por la que empezó a brotar sangre. La desdichada Littegarde, más muerta que viva, salió de la habitación. Con paso vacilante, rodeada de las miradas del pueblo llano, se abrió camino a través del patio hasta las puertas del castillo. Una vez allí, Rudolph mandó que le entregaran un hatillo con ropa, al que añadió algún dinero, y, entre maldiciones e improperios, él mismo cerró las puertas tras ella.

Esta repentina caída desde lo más alto, desde una felicidad rara vez enturbiada, hasta lo más hondo, hasta aquella inmensa miseria en la que costaba encontrar una luz de esperanza, fue más de lo que la pobre mujer pudo soportar. Sin saber adónde dirigirse, avanzó con pasos vacilantes, apoyándose en el antepecho de la pendiente rocosa por la que descendía, a fin de procurarse un refugio donde pasar la noche, que ya empezaba a caer. Sin embargo, antes de alcanzar el pueblecito que yacía disperso por el valle, le fallaron las fuerzas y cayó al suelo. Debía de llevar una hora tendida, ajena a los sufrimientos de este mundo; las tinieblas cubrían ya la comarca cuando despertó rodeada por varios lugareños compasivos. Se habían acercado a ella después de que un muchacho que jugaba en la pendiente rocosa la descubriera y fuese a informar a sus padres de aquel insólito suceso. Éstos, que se habían beneficiado en más de una ocasión de la misericordia de Littegarde, quedaron profundamente afectados al saber que se encontraba en una situación tan desesperada. Partieron inmediatamente para proporcionarle toda la ayuda que estuviera en su mano. Gracias a los esfuerzos de esta gente la joven no tardó en recuperarse y, al divisar las puertas del castillo cerradas, también recobró la memoria y se acordó de lo sucedido. Rechazó el ofrecimiento de dos mujeres, que con la mejor voluntad se mostraron dispuestas a acompañarla a casa, y les rogó que le consiguieran un guía para proseguir su camino; sólo les pedía ese favor. Aquellas buenas gentes le hicieron ver que en su estado no podía emprender ningún viaje. Fue en vano. Littegarde insistió en abandonar el territorio del castillo, pues su vida corría peligro. La muchedumbre que la rodeaba fue creciendo poco a poco, pero nadie se decidía a ayudarla, así que la dama hizo ademán de emprender el camino sola, pese a que la oscuridad de la noche ya se cernía sobre la comarca. Temiendo que le sucediese alguna desgracia y luego las autoridades les pidiesen cuentas a ellos, la gente finalmente se avino a su deseo y le procuró un carruaje con un cochero, que después de preguntarle varias veces adónde se dirigía exactamente, partió hacia Basilea.

Sin embargo, aún no había llegado al pueblo cuando reconsideró la situación y cambió de idea. Ordenó entonces a su cochero que diera la vuelta y la llevara al castillo de los Von Trota, que no distaba de allí más que unas pocas millas. Seguramente imaginó que, sin apoyo, no lograría que el tribunal de Basilea atendiese sus razones, sobre todo cuando se enfrentaba a un adversario como el conde Jacob Barbarroja, y nadie le parecía más digno de confianza para salir en defensa de su honor que su gallardo amigo, el noble chambelán señor Friedrich von Trota, que, como ella bien sabía, seguía rendido a sus pies. Cerca de la medianoche, Littegarde llegó a su destino agotada por el viaje. Cuando entró en el palacio las luces todavía brillaban, y a un sirviente que salió a su encuentro le pidió que anunciara su presencia a la familia; pero antes de que aquél tuviera tiempo de cumplir la orden, la dama vio salir de la antesala a Bertha y Kunigunde, las hermanas del señor Friedrich, que habían estado arreglando cuestiones domésticas. Las jóvenes ayudaron a bajar del coche a Littegarde, a la que conocían bien, la saludaron alegremente y la condujeron, no sin preocupación, a presencia de su hermano, que se encontraba sentado a su escritorio del piso superior y sepultado con las actas de un proceso que tenía entre manos. No hay palabras para describir el asombro que sintió el señor Friedrich cuando, al oír un ruido a su espalda, se volvió y vio arrodillarse ante él a la señora Littegarde, pálida y descompuesta, como si fuera la viva imagen de la desesperación.

—¡Mi queridísima Littegarde! —exclamó poniéndose en pie y levantándola del suelo—. ¿Qué os ha ocurrido?

Littegarde se sentó en un sillón y empezó a relatarle lo ocurrido: que el conde Jacob Barbarroja, para quedar libre de las sospechas que recaían sobre él por el asesinato del duque, había hecho una insidiosa declaración ante el tribunal de Basilea que la comprometía; que el tribunal había remitido a su casa una notificación y que ésta había provocado tal ataque de nervios a su padre que el anciano, ya muy decrépito, había fallecido en los brazos de sus hijos pocos minutos después; que, creyendo aquella infamia, sus hermanos no habían escuchado lo que la dama pudiera aducir en su defensa y habían descargado su cólera en ella, humillándola y maltratándola de la forma más espantosa, y, por último, la habían expulsado de casa como a una criminal. Littegarde rogó al señor Friedrich que la llevase a Basilea con la asistencia apropiada y que le indicase un asesor judicial que la ayudara en su comparecencia ante el tribunal reunido por el emperador ofreciéndole consejos prudentes y sensatos para salir al paso de aquella infamante inculpación. Aseguró que las declaraciones que se habían escuchado en el tribunal no le habrían sorprendido más si hubieran salido de los labios de un parto o de un persa, al que jamás hubiera visto con sus propios ojos, que de los del conde Jacob Barbarroja, pues en lo más profundo de su alma siempre había sentido verdadera repugnancia por el aspecto y la fama de aquel hombre, razón por la cual había rechazado con la máxima frialdad y desprecio los halagos que él se había tomado la libertad de hacerle en las fiestas del verano anterior.

—¡Ya es suficiente, mi queridísima Littegarde! —exclamó el señor Friedrich, tomando con devoción la mano de la dama y llevándosela a los labios—. ¡No perdáis ni un segundo en defender y justificar vuestra inocencia! En mi pecho oigo una voz que habla por vos con más ardor y convicción que cualquier juramento que podáis hacer e incluso que todos los fundamentos jurídicos y las pruebas que podáis presentar ante el tribunal de Basilea para aclarar las circunstancias en que se han producido estos lamentables hechos. Ya que habéis sido abandonada por vuestros hermanos, que desconocen lo que significa la justicia y la magnanimidad, aceptadme a mí como vuestro amigo y hermano y concededme el honor de ser vuestro abogado en esta causa. ¡Voy a devolver el brillo a vuestro honor ante el tribunal de Basilea y ante el mundo entero!

Al escuchar tan nobles palabras, Littegarde derramó abundantes lágrimas de agradecimiento y emoción. El chambelán la condujo a presencia de su madre, la señora Helena, que ya se había retirado a su aposento en el piso superior. Le anunció que tenía una invitada, una amiga a la que le unía un especial afecto, quien tras una disputa familiar había decidido alojarse durante algún tiempo en su castillo; esa misma noche se le cedió un ala entera del espacioso palacio, y las hermanas llenaron los armarios con ricos ropajes y todo tipo de enseres; también se le asignó una servidumbre digna de su rango o, mejor dicho, propia de un reina. Al tercer día, y sin revelar ni una palabra de la estrategia que seguiría para demostrar la inocencia de la dama ante el tribunal, el señor Friedrich von Trota se puso en camino hacia Basilea acompañado por un numeroso séquito de caballeros y escuderos.

Mientras tanto, los señores Von Breda, hermanos de Littegarde, habían hecho llegar al tribunal de Basilea un escrito referente al suceso acaecido en su castillo, en que, bien fuera porque verdaderamente la consideraban culpable, bien fuera porque tenían otros motivos para condenarla, la ponían por entero, sin reservas, en manos de las autoridades para que procedieran contra ella como si se tratara de un criminal probado. Por otra parte, presentaban su expulsión del castillo como una fuga voluntaria, lo que no era sino una infame mentira impropia de la nobleza que se les presuponía, y aseguraban que cuando, indignados, le habían pedido cuentas de lo ocurrido, la dama había sido incapaz de aducir nada en su defensa, se había escabullido y había abandonado el palacio. Insistían en que habían hecho todo lo que estaba en su mano para dar con ella, pero sus investigaciones no habían arrojado ningún resultado, y pensaban que ahora vagaba sin rumbo por el país en compañía de un tercer aventurero, para colmar la medida de su vergüenza; por ello, para salvar el honor de la familia a la que había ofendido, solicitaban que su nombre fuera borrado de los cuadros genealógicos de la casa de los Von Breda y, atendiendo a la inaudita gravedad de su conducta, después de una amplia argumentación jurídica, pedían que en castigo se la privase de todos sus derechos sobre el legado de su noble padre, a quien ella misma, con su frivolidad, había precipitado a la tumba. Pero los jueces de Basilea estaban muy lejos de aceptar esta petición, pues les exigía una serie de actuaciones que no eran de su competencia. Lo cierto es que el conde Jacob recibió esta noticia con inequívocas muestras de preocupación y, según se supo, envió en secreto caballeros para que fueran a buscarla y le ofreciesen alojamiento en su castillo, decidido a salvarla de un aciago destino. Cuando el tribunal se enteró de esto, no pudo dudar por más tiempo de la veracidad de las declaraciones del conde y decidió retirar inmediatamente la acusación que pesaba sobre él por el asesinato del duque. Por otra parte, la solicitud que mostrara por el destino de la desgraciada dama en aquellos momentos de tribulación tuvo un efecto sumamente favorable sobre la opinión del pueblo, ya de por sí inclinada hacia él. Todos le disculparon lo que antes le habían censurado con dureza: que hubiera expuesto al desprecio del mundo a una mujer que le había entregado su amor. La opinión general era que, en unas circunstancias tan fuera de lo común, acusado de un crimen tan atroz, cuando estaba en juego nada menos que su vida y su honor, no le había quedado más remedio que descubrir la aventura que había vivido la noche de San Remigio, sin reparar en ninguna otra consideración. En consecuencia, por orden expresa del emperador, se citó de nuevo al conde Jacob Barbarroja ante el tribunal, donde, en una sesión a puerta abierta, con la solemnidad que exigía tal acto, le declararían libre de la sospecha de haber participado en el asesinato del duque. En el atrio de la amplia sala del tribunal, el heraldo acababa de leer el escrito de los señores Von Breda y el tribunal se disponía a cumplir la resolución del emperador respecto al acusado, que se hallaba de pie junto a los jueces, procediendo a hacer una declaración formal de su honor, cuando el señor Friedrich von Trota se acercó al estrado y, apoyándose en el derecho que asiste a cualquiera de los concurrentes en la vista, solicitó que se le permitiese examinar la carta un instante. Accedieron a su deseo, mientras los ojos de todos los presentes se volvían hacia él. El señor Friedrich recibió la carta de las manos del heraldo, le echó un vistazo y luego la rasgó; a continuación envolvió los pedazos en su guante y se lo arrojó a la cara al conde Jacob Barbarroja al tiempo que declaraba que era un sucio y vil calumniador y que estaba decidido a probar ante el mundo en un juicio de Dios a vida o muerte que la señora Littegarde era inocente del delito que se le imputaba. El rostro del conde Jacob Barbarroja palideció. Recogió el guante y dijo:

—Tan cierto como que Dios hace justicia en los juicios de armas, podéis estar seguro de que defenderé mi honor en un duelo de caballeros, donde probaré que los hechos que, obligado por las circunstancias, he dado a conocer sobre la señora Littegarde son rigurosamente ciertos. Ahora, nobles señores —añadió dirigiéndose a los jueces—, informaréis a Su Majestad Imperial de la protesta del señor Friedrich, para que él señale el momento y el lugar en que nos enfrentaremos espada en mano para dirimir nuestra causa.

Después de esto se levantó la sesión y el tribunal mandó una delegación al emperador para que le informara de lo ocurrido. Cuando se enteró de que el señor Friedrich había salido en defensa de Littegarde, Su Alteza quedó desconcertado y su fe en la inocencia del conde empezó a vacilar. Como lo exigen las leyes del honor, llamó a la señora Littegarde a Basilea para que asistiera al duelo, y señaló el momento y el lugar en que el señor Friedrich von Trota y el conde Jacob Barbarroja se enfrentarían en presencia de ella para esclarecer el extraño misterio que envolvía este asunto: el día de Santa Margarita en la plaza de armas del palacio de Basilea.

Así pues, el día de Santa Margarita, cuando el sol había llegado a su cenit elevándose por encima de las torres de la ciudad de Basilea, una incontable multitud se acomodó en bancos y graderíos construidos a tal efecto en la plaza del palacio. Después de que el heraldo situado ante la tribuna de los jueces de campo hubo llamado por tres veces a los dos contendientes, el señor Friedrich y el conde Jacob, armados de pies a cabeza con refulgente bronce, entraron en liza para dirimir su causa. Casi todos los caballeros de Suabia y de Suiza estaban presentes en la rampa del palacio, que se encontraba al fondo de la plaza. El propio emperador, junto a su esposa y los príncipes y princesas, sus hijos e hijas, y rodeado de sus cortesanos, ocupaba el balcón. Poco antes del comienzo de la lucha, mientras los jueces repartían entre los contendientes el sol y la sombra, la señora Helena y sus dos hijas, Bertha y Kunigunde, que habían acompañado a Littegarde a Basilea, se acercaron una vez más a las puertas de la plaza y rogaron a los guardias allí apostados que les permitieran entrar y cruzar unas palabras con la dama que, según costumbre ancestral, se hallaba sentada sobre un estrado a pie de campo. Aunque la conducta de esa dama parecía ser digna del más absoluto respeto y madre e hijas tenían una fe ciega en la veracidad de sus declaraciones, lo cierto es que el anillo que el conde Jacob había presentado como prueba y aún más la circunstancia de que Littegarde hubiera dado permiso a su doncella de cámara, la única que habría podido servirle de testigo, para que se ausentase la noche de San Remigio, había sumido el ánimo de las tres mujeres en la más honda preocupación; por eso decidieron invitar a la acusada a que examinase su conciencia una vez más, en esos momentos angustiosos y decisivos, recordándole que, si no estaba libre de culpa, era inútil e incluso blasfemo pretender limpiar su nombre recurriendo al dictamen sagrado de las armas, que indefectiblemente sacaría la verdad a la luz. De hecho, Littegarde tenía buenos motivos para meditar bien el paso que el señor Friedrich estaba a punto de dar por ella, pues, en el caso de que el juicio del acero se inclinara del lado del conde Jacob Barbarroja y no del suyo, la sentencia inapelable de Dios exigiría que tanto ella como su amigo, el caballero Von Trota, fueran llevados a la hoguera por las falsedades que habían defendido bajo juramento ante el tribunal. Cuando la señora Littegarde vio acercarse a la madre y las hermanas del señor Friedrich, se levantó de su sillón con un gesto de dignidad muy propio de ella, que se hacía mucho más conmovedor por el sufrimiento que soportaba todo su ser, y saliendo a su encuentro les preguntó qué las traía hasta allí en un momento tan crítico.

—Mi querida hijita —dijo la señora Helena, mientras la llevaba a un lado—, ¿queréis ahorrarle a una madre, que no tiene más consuelo en su yerma ancianidad que su hijo, el pesar de llorarlo en su tumba? Entonces, salid de aquí antes de que comience el duelo, subid al coche que os hemos preparado, donde encontraréis todas las riquezas que podáis necesitar, y aceptad una de las haciendas que poseemos al otro lado del Rhin, donde os recibirán digna y cordialmente.

Una extraña lividez cruzó el semblante de Littegarde. Se quedó mirándola un instante a los ojos sin comprender el significado de aquellas palabras y luego, cuando las entendió en toda su dimensión, dobló una rodilla ante ella y dijo:

—¡Clemente y magnánima señora! ¿Proceden del corazón de vuestro noble hijo las dudas que manifestáis sobre la sentencia que pronunciará Dios en esta hora decisiva, cuando juzgue la inocencia de mi pecho?

—¿Por qué? —preguntó la señora Helena.

—¡Porque, en ese caso, le conjuro a que abandone el campo ahora mismo con el mejor pretexto que encuentre y conceda la victoria a su oponente! ¡Es mejor no empuñar la espada cuando la mano que la guía no tiene fe en lo que ha de defender! Yo, por mi parte, pondré mi destino en manos de Dios, pues no estoy dispuesta a aceptar la compasión que me ofrecen de forma tan intempestiva.

—¡No! —exclamó confusa la señora Helena—. ¡Mi hijo no sabe nada! No sería digno de él hacer semejante propuesta ahora que llega el momento decisivo, cuando prometió ante el tribunal que lucharía por vuestra causa. Tiene una fe ciega en vuestra inocencia y, como veis, ya se ha armado para luchar contra el conde, vuestro adversario. La idea ha partido de nosotras, de mis hijas y de mí, que nos sentimos angustiadas ante lo que se nos viene encima, y no queremos descartar ninguna posibilidad si con ello evitamos una desgracia.

—Entonces —dijo la señora Littegarde mojando con sus lágrimas la mano de la anciana dama, sobre la que depositó un ardiente beso—, ¡dejad que cumpla con su palabra! ¡Mi conciencia está limpia de toda culpa! ¡Aunque fuese al combate sin casco y sin coraza, Dios y todos sus ángeles le ampararían!

Y, poniéndose en pie, invitó a la señora Helena y a sus hijas a ocupar los asientos que se encontraban junto a su estrado, justo detrás del sillón cubierto con paño rojo sobre el que ella misma se habría de sentar.

A continuación, el emperador dio la señal y un heraldo hizo sonar la trompeta que anunciaba el comienzo de la lucha. Ambos caballeros, con escudo y espada en la mano, cargaron uno contra otro. El señor Friedrich hirió inmediatamente al conde con su primera estocada, clavando la punta de su espada, que no era particularmente larga, justo en el lugar entre el brazo y la mano donde se unen las piezas de la armadura. El conde acusó el golpe y, asustado, dio un paso atrás para examinarse la herida. Aunque sangraba abundantemente, sólo era un rasguño superficial a ras de piel. Al oír los murmullos de desaprobación que su desafortunada actuación había provocado en los caballeros que se encontraban en la rampa, avanzó de nuevo con todo su ímpetu y retomó la lucha con renovadas fuerzas exactamente igual que si estuviera ileso. La lucha que entonces se desencadenó entre ambos contendientes fue como si dos vientos tempestuosos chocasen entre sí, como si dos nubarrones de tormenta descargaran una contra otra y, en el estruendo del trueno, se lanzaran rayos, encrespándose y revolviéndose, irreconciliables, decididas a no deshacerse ni mezclarse. El señor Friedrich parecía plantado en el suelo, como si quisiera echar raíces en él; con los pies y tobillos enterrados hasta las espuelas en la tierra despejada de adoquines y removida para el duelo, se cubría con el escudo y extendía la espada para desviar de su pecho y de su cabeza los traicioneros golpes del conde, que, menudo y ágil, parecía atacarle por todos los lados al mismo tiempo. Ya llevaban luchando una hora, contando los instantes en que ambos perdían el aliento y se veían obligados a detenerse, y el murmullo de los espectadores que ocupaban el graderío iba en aumento. En esta ocasión no parecían criticar al conde Jacob, que no ahorraba ningún esfuerzo para acabar con el combate cuanto antes, sino al señor Friedrich, que seguía clavado en su sitio como una estaca, como si tuviera miedo, obcecado en abstenerse de cualquier ataque, lo que no dejaba de resultar extraño. Aunque tuviera buenas razones para actuar así, el señor Friedrich era demasiado orgulloso para no olvidarlas inmediatamente ante la presión de los que ponían en duda su honor. Dando un paso adelante salió animoso hacia el enemigo, abandonando aquella especie de fortificación natural que había construido alrededor de sus pies, donde se había acantonado desde un principio, y descargó furiosos golpes, vigorosos y enérgicos, sobre la cabeza de su oponente, cuyas fuerzas ya empezaban a flaquear, aunque de momento lograba detener las estocadas moviendo el escudo hábilmente a uno y otro lado. Sin embargo, en cuanto cambió de estrategia, el señor Friedrich sufrió un percance que no parecía avalar precisamente la presencia de poderes superiores que rigieran la lucha. Cuando daba un paso atrás, tropezó con las espuelas, dio un traspié y cayó de rodillas. De pronto se vio en el suelo, con una mano apoyada sobre el polvo, bajo el peso del yelmo y de la coraza, que estorbaban los movimientos de la parte superior de su cuerpo. El conde Jacob Barbarroja aprovechó esta circunstancia para, de una forma que no podría considerarse precisamente la más noble y caballerosa, clavarle la espada en el costado que había quedado al descubierto. El señor Friedrich dejó escapar un grito de dolor, pero enseguida se levantó de un salto. Se caló el yelmo sobre los ojos y, volviendo el rostro hacia su oponente, hizo ademán de proseguir la lucha. Sin embargo, mientras se apoyaba en la espada con la vista nublada y el cuerpo doblado por el dolor, el conde le clavó dos veces más su acero en el pecho justo por debajo del corazón. Malherido, soltó la espada y el escudo, y se vino abajo con su armadura, que golpeó contra el suelo con estrépito. El conde se acercó a él, le arrebató las armas y las arrojó a un lado, antes de ponerle el pie sobre el pecho, mientras el heraldo hacía sonar su trompeta tres veces. Todos los espectadores, con el emperador a la cabeza, se levantaron de sus asientos conteniendo un grito de espanto y compasión. La señora Helena, acompañada por Bertha y Kunigunde, se arrojó sobre su amado hijo, que se retorcía en el polvo empapado de su propia sangre.

—¡Oh, mi Friedrich! —exclamó, arrodillándose con pesar junto a su cabeza.

La señora Littegarde se había desmayado. Dos esbirros la levantaron del suelo inconsciente y se la llevaron a prisión.

—¡Oh, ahí va esa infame! —añadió la madre—. ¡Esa miserable que, siendo consciente de su culpa, se atrevió a venir hasta aquí y armar el brazo de su más fiel amigo, el de espíritu más noble, para que luchara por ella en un juicio de Dios blasfemo e injusto!

Gimiendo, levantó del suelo a su amado hijo, mientras las hermanas le liberaban de su coraza, y trató de contener la sangre que salía de su noble pecho. En ese momento, unos esbirros se acercaron para cumplir las órdenes del emperador que, según exigía la ley, había mandado poner bajo custodia al vencido. Le colocaron sobre una camilla con ayuda de algunos médicos y se lo llevaron a prisión seguidos por una gran muchedumbre. La señora Helena y sus hijas obtuvieron permiso para permanecer con él hasta su muerte, de la que nadie dudaba.

Sin embargo, como más tarde se puso de manifiesto, las heridas que el señor Friedrich había recibido, a pesar de su gravedad, pues afectaban a órganos vitales, no iban a tener el desenlace fatal que todos temían. Pocos días después los médicos que se encargaban de atenderle anunciaron a la familia que, gracias a Dios, seguramente saldría con vida y en cuestión de semanas estaría restablecido por completo, sin ninguna secuela. En cuanto el señor Friedrich volvió en sí, pues el dolor le había robado el sentido durante largo tiempo, preguntó a su madre qué le había ocurrido a la señora Littegarde. Cuando pensaba en ella, encerrada en un calabozo sola, presa de la más espantosa desesperación, no podía contener las lágrimas, y, acariciando su barbilla tiernamente, pidió a sus hermanas que la visitaran y la consolaran. La señora Helena, conmocionada por sus palabras, le rogó que se olvidase de aquella infame desvergonzada; opinaba que, aunque el crimen que el conde Jacob había denunciado ante el tribunal, y que ahora había quedado demostrado por el desenlace del duelo, pudiera ser perdonado, no podía serlo la desvergüenza y el atrevimiento que la dama, siendo consciente de su culpa, había mostrado al apelar al juicio de Dios, así como su indiferencia ante la suerte de su noble amigo, al que arrastraba a la perdición.

—¡Ah, madre mía! —dijo el chambelán—. ¿Qué mortal, aunque sea el más sabio que el mundo haya visto, se atrevería a interpretar la misteriosa sentencia que Dios ha pronunciado en este duelo?

—¿Cómo? —exclamó la señora Helena—. ¿Ves alguna sombra que empañe la inapelable sentencia de Dios? ¿Acaso no has sucumbido, por desgracia, ante la espada de tu adversario de una manera clara e inequívoca?

—¡Pongamos que sea así! —repuso el señor Friedrich—. En cierto momento, sucumbí ante la espada del conde; pero ¿fui vencido por él? ¿Acaso estoy muerto? ¿Acaso mi vida no vuelve a florecer de una manera prodigiosa, como si la alentase un soplo divino? En pocos días habré ganado el doble o el triple de fuerza y podré retomar la lucha que tuve que interrumpir por un accidente fruto de la casualidad, que no se puede tomar en consideración.

—¡Necio! —exclamó la madre—. ¿No sabes que existe una ley según la cual, una vez que los jueces de campo dan por terminado el combate, no se puede volver a la liza ni retomar la causa que ya se ha dirimido en un juicio de Dios?

—¡Da lo mismo! —repuso el chambelán de mala gana—. ¿Qué me pueden importar a mí las arbitrarias leyes de los hombres? Si somos razonables ¿podemos dar por terminado un combate en el que ninguno de los contendientes ha caído muerto? En caso de que me permitieran volver a la liza, ¿no cabría la posibilidad de enmendar aquel accidente fortuito y con mi espada alcanzar un veredicto de Dios completamente distinto del que ahora se ha dado por bueno de una manera tan torpe y miope?

—Aunque así sea —repuso la madre pensativa—, las leyes que tan poco te importan son las que rigen e imperan. Acertadas o no, son las que dan cumplimiento a la voluntad divina y os convierten a ella y a ti en abominables criminales sobre los que caerá todo el peso de la justicia.

—¡Ah! —exclamó el señor Friedrich—. ¡Eso es precisamente lo que me llena de pesar y me desespera! La vara de la justicia ya ha caído sobre ella considerando probada su culpabilidad, y yo, que quería demostrar su virtud y su inocencia ante el mundo, soy el causante de su desgracia: por un mal tropiezo con las correas de mis espuelas, con el que acaso Dios quería castigar mis pecados, he entregado sus florecientes miembros a las llamas y he conseguido que su memoria se hunda para siempre en el oprobio, cuando mi error nada tenía que ver con su causa.

Lágrimas ardientes brotaron de sus ojos. Herido en su pundonor, tomó un pañuelo y se volvió hacia la pared. La señora Helena y sus hijas se arrodillaron emocionadas junto a su cama y mezclaron sus lágrimas con las de él, besándole la mano en silencio. Mientras tanto, el guardia de la torre había entrado en la estancia trayendo comida para él y los suyos. El señor Friedrich le preguntó cómo se encontraba la señora Littegarde. Éste explicó con desprecio, arrastrando las palabras, que yacía sobre un montón de paja y desde el día en que la recluyeran no había vuelto a decir una palabra. El señor Friedrich quedó profundamente preocupado por la noticia. Le encargó que tranquilizase a la dama anunciándole que, por un misterioso designio divino, ya casi estaba completamente recuperado y, si tenía salud y el alcaide se lo autorizaba, pronto le haría una visita. El guarda de la torre tuvo muchas dificultades para obtener una respuesta de la dama, pues yacía sobre la paja, sin oír ni ver nada, como si hubiera perdido el juicio; le sacudió el brazo varias veces, y al final Littegarde se opuso a que la visitaran, diciendo que mientras estuviera en este mundo no quería ver a nadie. En efecto, ese mismo día se enteraron de que había remitido una nota de su puño y letra al alcaide para solicitarle que no dejara pasar a ninguna visita, no importaba de quién se tratase, y mucho menos al chambelán Von Trota. El señor Friedrich quedó consternado; con cada día que pasaba su preocupación por el estado de ella iba en aumento, de modo que en cuanto volvió a sentirse con fuerza, pidió permiso al alcaide y, sin anunciarse, seguro de obtener el perdón de sus labios, entró junto con su madre y sus hermanas en el aposento donde la tenían recluida.

No existen palabras para describir el horror que sintió la desdichada Littegarde cuando, al oír el ruido de la puerta y levantarse del montón de paja con el cabello suelto y la camisa medio abierta, en lugar de al guarda de la torre, al que había estado esperando, vio entrar al chambelán, su noble y magnánimo amigo, con semblante melancólico y emocionado, donde aún eran visibles las huellas del sufrimiento, del brazo de Bertha y Kunigunde.

—¡Fuera! —exclamó ella con desesperación, arrojándose sobre las mantas de su lecho y cubriéndose el rostro con las manos—. ¡Salid de aquí si aún arde en vuestro pecho una chispa de compasión!

—¿Cómo, mi queridísima Littegarde? —repuso el señor Friedrich, acercándose a ella con la ayuda de su madre e inclinándose dificultosamente para tomar su mano con inefable emoción.

—¡Fuera! —exclamó temblorosa, retrocediendo de rodillas entre el montón de paja—. ¡Si no quieres que me vuelva loca, no me toques! ¡Me horrorizas! ¡El fuego de la hoguera no me aterra tanto como tú!

—¿Te horrorizas de mí? —repuso el señor Friedrich conturbado—. ¿Cómo es que tu Friedrich, que reverencia tu noble alma, merece de ti este recibimiento, Littegarde?

La madre hizo una seña a Kunigunde, que le acercó una silla y le invitó a sentarse, pues parecía muy débil.

—¡Oh, Jesús! —exclamó Littegarde arrojándose a los pies del caballero y pegando el rostro al suelo con un miedo terrible—. ¡Abandona la habitación y déjame en paz, querido mío! Abrazo con ardiente devoción tus rodillas, riego tus pies con mis lágrimas y te suplico arrastrándome por el polvo como un gusano que tengas misericordia de mí. ¡Márchate, abandona esta habitación, vete inmediatamente y déjame sola! ¡Es lo único que pido, mi dueño y señor!

—¿Tan antipática te resulta mi visión, Littegarde? —preguntó el señor Friedrich de pie ante ella, mirándola con seriedad, cada vez más conmovido.

—¡Espantosa, insoportable, aniquiladora! —respondió Littegarde, apoyando las manos en el suelo y ocultando su rostro—. ¡Por espantoso y horrible que sea el infierno, siempre será más dulce y más agradable que contemplar la primavera de tu rostro, que vuelves a mí con tanta clemencia y amor!

—¡Dios del cielo! —exclamó el chambelán—. ¿Cómo he de entender esta contrición de tu alma? ¿Acaso el juicio de Dios sacó a la luz la verdad y tú, desdichada, eres culpable del crimen por el que el conde te llevó ante el tribunal?

—¡Culpable, juzgada, reprobada, condenada y perdida en este mundo y también para la eternidad! —exclamó Littegarde mientras se golpeaba el pecho como una loca—. Dios es justo e infalible. ¡Márchate, mi corazón se desgarra, pierdo el sentido, las fuerzas me abandonan! ¡Déjame sola con mi aflicción y mi desesperación!

Al oír estas palabras el señor Friedrich cayó desmayado. Mientras Littegarde se cubría la cabeza con un velo y volvía a echarse en su lecho apartándose definitivamente del mundo, Bertha y Kunigunde se precipitaron afligidas sobre su hermano exánime para reanimarle.

—¡Oh, maldita seas! —exclamó la señora Helena, cuando vio que el chambelán abría los ojos de nuevo—. ¡Maldita! ¡Que los eternos remordimientos te consuman a este lado de la tumba y más allá en la misma condenación! ¡No por la culpa que acabas de admitir, sino por la falta de misericordia y humanidad que has mostrado al no reconocerla hasta ahora, arrastrando contigo a la perdición a mi inocente hijo! ¡Necia de mí! —siguió diciendo, mientras se apartaba de ella llena de desprecio—. ¡Ojalá hubiera creído lo que me contó el prior del convento de los agustinos poco antes de que se celebrara el juicio de Dios: me dijo que el conde se había confesado con él como piadosa preparación para la hora decisiva que le aguardaba! Y le juró sobre la sagrada Hostia que todo lo que había declarado ante el tribunal en relación con esta miserable era cierto; le indicó la puerta del jardín en la que ella, conforme a lo acordado, había estado esperándole y donde le había recibido al caer la noche; le describió la habitación, un aposento a un lado de la torre del palacio, que nadie ocupaba, en el que ella, sin que lo advirtieran los guardias, le introdujo; el lecho, cómodo, mullido y magníficamente acolchado bajo un dosel, en el que ella, gozando de una desvergonzada orgía, se acostó en secreto con él. Un juramento que se hace en una hora tan fatídica no puede ser mentira, y si yo no hubiera estado ciega, me habría acercado a mi hijo en el instante en que se desataba el duelo, aunque sólo fuera para mencionar de pasada lo que me habían dicho, y entonces le habría abierto los ojos y él habría retrocedido del abismo ante el que se encontraba. ¡Ven, hijo mío! ¡La indignación con la que nos dirigimos a ella todavía la honra! ¡Démosle la espalda, que nuestro silencio la aniquile, que desespere por los reproches que le ahorramos! —exclamó doña Helena abrazando dulcemente al señor Friedrich y dándole un beso en la frente.

—¡Ese miserable! —dijo Littegarde dolida, apoyando la cabeza sobre las rodillas de doña Helena y enjugando sus ardientes lágrimas con un pañuelo, mientras se levantaba irritada por estas palabras—. Recuerdo que tres días antes de la noche de San Remigio mis hermanos y yo estuvimos en su palacio; él había organizado una fiesta en mi honor, como hacía con frecuencia, y mi padre, que veía con buenos ojos que se celebrasen los encantos de mi floreciente juventud, me animó a aceptar la invitación, acompañada de mis hermanos. Ya era muy tarde, el baile había finalizado, cuando subí a mi dormitorio y me encontré una nota sobre mi mesa, escrita por una mano desconocida y sin firma, que contenía una declaración de amor en toda regla. Resultó que mis dos hermanos estaban presentes en la habitación arreglando los detalles de nuestra partida, que estaba prevista para el día siguiente, y como yo no estaba acostumbrada a ocultarles nada, les mostré, muda de asombro, el extraño hallazgo que acababa de hacer. Al reconocer la escritura del conde, ellos empezaron a echar espumarajos de rabia por la boca, y el mayor anunció su intención de acudir a verle inmediatamente con el papel; sin embargo, el menor le hizo entender la delicada situación en la que se pondrían dando este paso, pues el conde había tenido la inteligencia de no firmar la nota; entonces ambos, profundamente ofendidos por semejante ultraje, subieron conmigo a un carruaje esa misma noche para regresar al castillo de nuestro padre con la decisión de no volver a honrar al conde con nuestra presencia. ¡Ésta es la única connivencia que he tenido jamás con este hombre vil e indigno!

—¿Cómo? —dijo el chambelán, volviendo a ella su rostro lleno de lágrimas—. ¡Estas palabras son música para mis oídos! ¡Repítemelas! ¿No me has traicionado por ese miserable? ¿Estás limpia de culpa? ¿No has mentido ante el tribunal? —preguntó cayendo de rodillas ante ella y cruzando sus manos sobre el pecho.

—¡Querido! —susurró Littegarde, apretando la mano de él contra sus labios.

—¿Estás limpia? —exclamó el chambelán—. ¿Lo estás?

—¡Tan limpia de culpa como el pecho de un niño recién nacido, como la conciencia de un hombre que acaba de confesarse, como el cuerpo de una novicia que fallece en la sacristía al tomar los hábitos!

—¡Oh, Dios todopoderoso! —exclamó el señor Friedrich abrazando las rodillas de ella—. ¡Te doy gracias! ¡Tus palabras me dan de nuevo la vida; la muerte ya no me asusta, y la eternidad, que hasta hace un momento se extendía ante mí como un mar de insondable oscuridad, vuelve a abrirse como un reino iluminado por mil soles resplandecientes!

—¡Desdichado! —dijo Littegarde retirándose—. ¿Cómo puedes conceder crédito a lo que te dice mi boca?

—¿Por qué no? —preguntó el señor Friedrich con ardor.

—¡Loco! ¿Qué delirios son éstos? —exclamó Littegarde—. ¿Acaso no se dirimió mi causa en aquel juicio de Dios? ¿No has sucumbido ante la espada del conde en aquel fatídico duelo? ¿No avala este resultado la inculpación que él hizo contra mí ante el tribunal?

—¡Oh, mi queridísima Littegarde! —exclamó el chambelán—. ¡No desesperes! ¡Afiánzate sobre el sentimiento que vive en tu pecho como sobre una roca! ¡Atente a él y no vaciles, aunque la tierra y el cielo se vengan abajo o se desplomen sobre tu cabeza o bajo tus pies! ¡Cuando dos ideas confunden nuestra razón, aceptemos la más natural y evidente! ¡Antes de creer que eres culpable, deberíamos pensar que quien salió vencedor del duelo que libré por ti fui yo! ¡Dios, Señor de la vida, libra mi alma de la confusión! Yo digo que no he sucumbido ante la espada de mi oponente, pues a pesar de haber caído en el polvo y de haber sido aplastado por su pie, he resucitado de nuevo a la vida. ¡Tan cierto como que quiero alcanzarla salvación! ¿Acaso la suprema sabiduría divina está obligada a pronunciarse revelando la verdad en el instante mismo en el que se la invoca con fe? ¡Oh, Littegarde! ¡En la vida miremos a la muerte, y en la muerte, a la eternidad, y mantengámonos firmes e inconmovibles en la fe! ¡Tu inocencia quedará esclarecida, todos la reconocerán bajo la alegre y brillante luz del sol gracias al duelo que yo libraré por ti! —dijo resuelto, estrechando las manos de ella entre las suyas.

En ese momento, entró el alcaide y recordó a la señora Helena, que estaba sentada a una mesa llorando, que tantas emociones podían perjudicar la recuperación de su hijo. El señor Friedrich atendió a los ruegos que le hacían los suyos y regresó a su celda con la conciencia de haber dado y recibido consuelo.

Entretanto, el tribunal que el emperador había instaurado en Basilea ya había juzgado la causa abierta tanto contra el señor Friedrich von Trota como contra su amiga, la señora Littegarde von Auerstein, por haber apelado al juicio de Dios sabiéndose en pecado, y ambos, de acuerdo con la ley vigente, fueron condenados a sufrir vergonzosa muerte quemados en la hoguera en el lugar mismo del duelo. Se nombró una delegación para notificar la sentencia a los prisioneros, y ésta se habría ejecutado en cuanto el chambelán se hubiera recuperado del todo, de no haber sido por la misteriosa intervención del emperador, que deseaba que el conde Jacob Barbarroja estuviera presente cuando se les aplicara el castigo, pues, de alguna manera, nunca había dejado de desconfiar de él. Por extraño y curioso que parezca, el conde seguía convaleciente de aquella herida, pequeña e insignificante, que había recibido del señor Friedrich al comienzo del duelo. Los humores de su cuerpo iban corrompiéndose de día en día, de semana en semana, impidiendo su curación, y todo el arte de los médicos que habían acudido desde Suabia y Suiza para tratarle la herida no lograba cerrarla. Una secreción purulenta, corrosiva, que los médicos no habían visto en la vida, fue comiéndose los tejidos de su mano, como si fuera un cáncer, hasta llegar a los huesos. Sus amigos quedaron horrorizados cuando hubo que amputarle la mano dañada y, más tarde, al ver que no habían podido frenar la corrupción que le devoraba, el brazo entero. Ni siquiera esta solución, la más indicada para atajar de raíz el problema, incluso desde nuestra perspectiva actual, sirvió para que mejorara, al contrario, en lugar de ayudarle, aumentó su mal. Al ver que todo su cuerpo se descomponía poco a poco, podrido y envenenado, declararon que no había salvación para él y que moriría antes de que acabase la semana. El prior del convento de los agustinos, que creyó ver la mano de Dios en el inesperado giro que habían tomado los acontecimientos, acudió a verle y le rogó que admitiese la verdad en relación con la querella entre la duquesa regente y él. El conde, acongojado, participó una vez más del Santo Sacramento para confirmar la veracidad de su declaración y, atenazado por un terror espantoso, pidió al cielo que su alma fuera arrojada a la condenación eterna en caso de que hubiera levantado una calumnia contra la señora Littegarde. A pesar de que su vida no se había distinguido precisamente por la virtud o las buenas costumbres, ahora había un doble motivo para creer en la honestidad del conde, que sin duda estaba actuando en conciencia: en primer lugar, por la propia piedad que mostraba, incompatible con un juramento en falso, sobre todo en su estado; y luego, porque además se hizo llamar al guardia de la torre del palacio de los Von Breda, a quien, según el enfermo, había sobornado para poder entrar secretamente en el castillo, y después de someterle a un interrogatorio, se comprobó que sus declaraciones no carecían de fundamento y que el conde, ciertamente, había estado en el interior del palacio de los Breda la noche de San Remigio. En estas circunstancias, el prior empezó a pensar que el propio conde había sido engañado por una tercera persona desconocida para él; no cabía otra explicación. Al pobre desdichado ya le había venido a la cabeza la misma idea, sobre todo después de conocer que el chambelán se había recuperado milagrosamente. Aún tuvo oportunidad de confirmar sus sospechas antes de que su vida se apagase, lo que le sumió en la más absoluta desesperación. Hay que decir que, antes de fijarse en la señora Littegarde, el conde ya llevaba mucho tiempo frecuentando a Rosalie, su doncella de cámara. Prácticamente en todas las visitas que su señoría hacía al palacio, acababa llevándose a esta muchacha, una criatura frívola y de costumbres desordenadas, a su habitación, donde pasaban juntos la noche. En cierto momento, aprovechando que Littegarde y sus hermanos se encontraban alojados en su castillo, envió a la dama aquella tierna carta en la que le declaraba su pasión. Esto despertó la susceptibilidad y los celos de la muchacha, que llevaba muchas lunas sin verse con el conde y temía que la hubiese olvidado. Después de la apresurada partida de Littegarde, a la que la misma doncella tuvo que acompañar, ésta mandó una nota al conde en nombre de su señora en la que le comunicaba que la airada reacción de sus hermanos por el paso que había dado no permitiría que se vieran inmediatamente, pero le invitaba a visitarla en los aposentos del castillo de su padre la noche de San Remigio. El conde se llenó de alegría por la fortuna que había tenido en su empresa y redactó de inmediato una segunda carta para Littegarde, en la que le confirmaba que acudiría a verla la mencionada noche y sólo le rogaba que, para evitar cualquier error, enviara a su encuentro a alguien de su confianza que pudiera guiarle hasta sus aposentos. La doncella, experta en todo tipo de intrigas, contaba con esto; tuvo la fortuna de interceptar el escrito y enviarle una segunda respuesta falsa, en la que haciéndose pasar por la dama anunciaba que le esperaría en persona en la puerta del jardín. A continuación, la víspera de la noche en cuestión, fue a ver a Littegarde y le pidió permiso para marcharse unos días al campo, con el pretexto de que su hermana estaba enferma y quería visitarla. Lo obtuvo, y cuando caía la noche, abandonó el palacio con un hatillo de ropa bajo el brazo y, a la vista de todos, tomó el camino que llevaba a la comarca donde vivía su pariente. No llegó a completar su viaje. Al caer la noche, ya estaba de vuelta en el castillo con el pretexto de que se acercaba una tormenta, y para no importunar a su señora, según dijo, pues tenía intención de reemprender su camino al día siguiente de madrugada, se procuró un lecho en una de las habitaciones desocupadas de la torre del palacio, donde nunca entraba nadie. El conde, quien se procuró la entrada al castillo ofreciendo dinero al vigilante de la torre, fue recibido a medianoche en la puerta del jardín, conforme a lo acordado, por una mujer cubierta con un velo. Es fácil entender que no sospechara nada del engaño. La muchacha lo besó fugazmente en los labios y le guió por escaleras y corredores desiertos hasta uno de los aposentos más soberbios del palacio; antes había tenido la precaución de cerrar la ventana. Al entrar en la estancia, lo cogió de la mano y aguzó el oído. A continuación se acercó al caballero y le susurró que guardara silencio, pues el dormitorio de su hermano estaba muy cerca, y se echó con él en la cama. El conde, engañado por la figura y constitución de la muchacha, flotaba en una nube de placer por la conquista que había conseguido a su edad, y cuando ella le abandonó con las primeras luces de la mañana, poniéndole en el dedo como recuerdo de la noche pasada el anillo que Littegarde había recibido de su esposo y que la doncella le había sustraído con esa intención la tarde anterior, él le prometió que, en cuanto llegase a su palacio, le enviaría el que su difunta esposa le regalara el día de su boda. Cumplió con su palabra y, tres días más tarde, envió ese anillo, que una vez más fue interceptado por la hábil Rosalie, sin que nadie del palacio se enterase. Sin embargo, temiendo seguramente que esa aventura pudiera llevarla demasiado lejos, no volvió a dirigirse al conde y evitó un segundo encuentro con él recurriendo a todo tipo de pretextos. Más tarde, la muchacha fue despedida como principal sospechosa de un robo y enviada de vuelta a casa de sus padres, que vivían a orillas del Rhin. Allí, transcurridos nueve meses, se hicieron patentes las consecuencias de su vida disipada. Cuando su madre la interrogó severamente, la joven señaló que el padre del niño era el conde Jacob Barbarroja, y confesó cómo había jugado con él en secreto. Afortunadamente, el miedo a que la tomasen por una ladrona le había impedido vender el anillo que le enviara el conde, pues, por una parte, se guardaba mucho de llamar la atención ofreciéndoselo a cualquiera y, por otra, era difícil encontrar a alguien dispuesto a adquirirlo, ya que tenía mucho valor; de esta forma nadie pudo poner en duda la veracidad de sus afirmaciones, y los padres, apoyándose en esta prueba evidente, acudieron a los tribunales para denunciar al conde Jacob y reclamar la manutención del niño. Los tribunales, que tenían noticia de la extraña querella que se estaba dirimiendo en Basilea, se apresuraron a notificar a aquel tribunal el descubrimiento que acababan de realizar y que era de la máxima importancia para esclarecer los hechos que allí se juzgaban. Aprovechando que un concejal tenía que viajar a esta ciudad por asuntos oficiales, le entregaron una carta con la declaración oficial de la muchacha a la que adjuntaron el anillo del conde Jacob Barbarroja, esperando resolver de este modo el terrible enigma que preocupaba a toda Suabia y Suiza.

El concejal llegó a Basilea el día en que iba a celebrarse la ejecución del señor Friedrich y de Littegarde, pues el emperador, ignorando las dudas que el propio conde albergaba en su pecho, no creía poder retrasarla por más tiempo. Cuando el concejal llegó con el escrito a la habitación del enfermo, le encontró revolviéndose en su lecho, completamente desesperado. En cuanto hubo leído la carta y recibido el anillo, se volvió hacia el prior y exclamó:

—¡Es suficiente! ¡Estoy cansado de ver la luz del sol! Procuradme una camilla y conducidme, mísero de mí, al lugar de la ejecución antes de que se me acaben las fuerzas y me convierta en polvo. ¡No quiero morir sin que se haga justicia!

Profundamente conmocionado por este suceso, el prior ordenó a cuatro mozos que trajeran unas andas y llevaran al conde inmediatamente al lugar de la ejecución, tal como él deseaba. Al tañido de las campanas, una innumerable muchedumbre se reunió en torno a las piras sobre las que el señor Friedrich y Littegarde ya habían sido atados. En ese momento, llegó el prior con el desdichado, que sostenía un crucifijo en sus manos.

—¡Alto! —exclamó el prior, ordenando que depositaran la camilla frente al estrado del emperador—. ¡Antes de que prendáis fuego a esas piras, oíd unas palabras de labios de este pecador!

—¿Cómo? —exclamó el emperador, levantándose pálido como un muerto de su silla—. ¿Acaso el sagrado juicio de Dios no ha dirimido esta causa? ¿Es que después de lo que ha sucedido cabe pensar aún que Littegarde es inocente del crimen que se le ha imputado?

A continuación descendió confuso del estrado, acompañado por más de mil caballeros, a los que siguió todo el pueblo saltando por encima de bancos y graderíos, y todos se apiñaron alrededor del enfermo.

—¡Inocente! —exclamó éste, apoyándose sobre el prior para incorporarse—. ¡Ésa fue la sentencia que pronunció Dios todopoderoso aquel fatídico día ante los ojos de los ciudadanos de Basilea que se habían congregado allí! Él fue alcanzado por tres heridas, todas ellas mortales, y, sin embargo, como veis, su vida florece con fuerza y vigor; mientras que un solo golpe de su mano, que, según pareció, apenas rozó mi piel, ha llegado hasta el tuétano de mi vida y ha ido minando mis fuerzas lenta e incansablemente hasta derribarlas como hace un viento impetuoso con un roble. ¡Y por si algún incrédulo alberga aún alguna duda, aquí están las pruebas: la que me recibió la noche de San Remigio fue Rosalie, la doncella de cámara de Littegarde, mientras yo, miserable, deslumbrado y ciego, creía tener en mis brazos a la que siempre había rechazado con desprecio mis proposiciones!

Al oír aquellas palabras el emperador, que estaba de pie junto al conde, se quedó petrificado. Volviéndose hacia las piras, envió a un caballero con la orden de subir a la escalera, liberar y traer a su presencia tanto al chambelán como a la dama, que yacía desmayada en los brazos de su madre.

—¡Hasta el último cabello de vuestra cabeza lo cuida un ángel! —exclamó.

Littegarde, con la camisa medio abierta y el cabello desordenado, llegó al pie de la tribuna de la mano del señor Friedrich, su amigo, cuyas rodillas temblaban, impresionado por la milagrosa salvación. Conforme avanzaban, la multitud retrocedía con respeto y asombro. Ambos se arrodillaron ante el emperador y él les besó en la frente. Después de pedir el armiño que llevaba su esposa y ponérselo en los hombros a Littegarde, tomó el brazo de ella ante los ojos de todos los caballeros que se habían reunido allí para llevarla a los aposentos del palacio imperial. Mientras el chambelán era despojado del sambenito que había vestido hasta entonces y se engalanaba con sombrero de plumas y manto de caballero, el emperador se volvió hacia el conde, que se agitaba pesaroso en la camilla, y, movido por un sentimiento de compasión, pues tampoco él había acudido con una intención criminal o blasfema al duelo que había significado su perdición, preguntó al médico que estaba a su lado si no había forma de que el desdichado se salvase.

—¡Es inútil! —respondió Jacob Barbarroja, mientras se apoyaba en el seno de su médico entre espantosos espasmos—. ¡Merezco la muerte que voy a tener! Puesto que el brazo de la justicia humana no caerá ya sobre mí, sabed que yo soy el asesino de mi hermano, el noble duque Wilhelm von Breysach. ¡Yo pagué a un malvado para que le abatiera y le proporcioné una flecha de mi armería para que hiciera su trabajo; de ese modo creí asegurarme la corona!

Después de pronunciar estas palabras, se desplomó en la camilla y exhaló su negra alma.

—¡Ay, el duque, mi esposo, lo sabía! —exclamó la duquesa regente, que estaba al lado del emperador, después de bajar de la tribuna con el séquito de la emperatriz—. ¡Fue esto lo que me dijo en el momento de su muerte con palabras entrecortadas, que en aquellos momentos no acabé de entender!

—¡No pienses que el brazo de la justicia no caerá sobre tu cadáver! ¡Cogedlo! —exclamó el emperador indignado, volviéndose hacía los esbirros—. ¡Ya ha sido juzgado, entregadlo inmediatamente a los verdugos! ¡Que arda en la pira en la que, por su culpa, hemos estado a punto de sacrificar a dos inocentes, y su memoria se cubra de vergüenza!

Luego, mientras el cadáver de aquel miserable se consumía entre las brasas y sus cenizas eran dispersadas en todas las direcciones por el viento del norte, condujo a la señora Littegarde al palacio, escoltada por todos sus caballeros, y firmó una resolución imperial para restituirle su herencia paterna, de la que sus hermanos se habían apoderado con tanta avaricia y escasa nobleza. Tres semanas después, en el palacio de los Von Breysach, se celebró la boda de estos dos novios tan especiales, a la que asistió la duquesa regente que, muy satisfecha por el cambio que se había producido en la situación, entregó a Littegarde gran parte de las posesiones del conde, que por ley iban a recaer sobre ella, como regalo de bodas. El emperador, por su parte, se acercó al señor Friedrich después del enlace y le honró colgándole una cadena con el toisón. En cuanto los asuntos que debía atender en Suiza se lo permitieron, regresó a Worms, donde mandó modificar los estatutos que rigen el sagrado juicio de Dios, y en el pasaje donde se habla de su eficacia para que la culpa salga inmediatamente a la luz añadió las palabras: «Si ésa es la voluntad de Dios».

 

 

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